Columnas

Yo dejo mi palabra en el aire: aproximación a Dulce María Loynaz  

Por Odalys Interian.

[dropcap size=small]E[/dropcap]n el 2006, mientras recibía el diplomado Historia y práctica de la creación poética en el centro cultural Dulce María Loynaz, me sentí atraída a leer a esa gran poeta cubana que es Dulce María. Aquellas lecturas de poesía en el patio de lo que fuera su antigua casa del Vedado, las tertulias en las tardes, (el Cántaro azul) donde muchos nos iniciamos en el oficio de poetas y nos atrevíamos a leer nuestros primeros textos en público. Todo incentivó en mí un fuerte deseo por conocer la vida y la obra de aquella mujer. Y no es hasta hoy, muchos años después, que vuelvo acercarme a sus páginas para dejar mis impresiones desde la poesía. Acaso la más fuerte impresión de esas lecturas sea la manera como se fija en el ser que la lee, como nos compromete a ser testigos y cómplices,  llevados por ese deleite de un ritmo y una lírica exquisitos. Una poética llena de aciertos y permanencias. Una poesía a la que hay que volver. No sólo porque su verso nos trae algo de eternidad como dijera Eliseo Diego, y eso ya es bastante,  ni porque en ella se reúnan todas las cosas, más de las que podemos ver, oír o palpar. Es también por la manera, esa manera única en que su poesía excava nuevas aperturas hacia lo místico. Y es que ella ha creado el tiempo del jardín, como dijera Lezama, porque en su poesía toda la vida acude como un cristal que envuelve a las cosas y las presiona y sacraliza.  Volver es aproximarnos a ese pensamiento inabarcable, a la riqueza de su cosmos, a esa poesía que busca la plenitud.

Portada Cartas que no se extraviaron1Me quedé fuera del tiempo, osa decirnos sin modestia, y como si pareciera una contradicción afirmaría después: Yo me quedé en la vida. Fuera del tiempo, sí, yo diría, pero en la vida.  Lo paradójico en la Loynaz se proyecta como algo que se repite: ¡Cuantos pájaros ahogados en mi sangre, sin estrenar sus alas en el aire de Dios, sin acertar un hueco hacia la luz! ¡Qué ciega muerte la que llevo dentro, muertes mías y muertes ajenas, muertes de tantas vidas que me dieron y no pude nunca hacer vivir!

¿Quién me necesita? ¿Quién me ha pedido? La poesía, ella misma responde: He venido por algo y por algo vivo. Sabía que hay un sentido oculto en la entraña de todo. Y que ese misterio sólo puede ser revelado por la  poesía. En Dulce María es esa introspección única que se identifica con la espiritualidad. Esos puntos suspensivos. Esos guiones llenos de espacios y jardines, de rosas y silencios. Todo acompañando su fiesta íntima, todo abierto a la belleza.

Es también el deseo por saber el camino de la palabra que reconoce por gracia divina, cuando declara: La palabra que me diste. En esa búsqueda de la palabra sencilla… Y dime qué palabra se le dice a la hormiga, a la yerba del campo, al que está triste…. Una palabra, sólo una palabra: Y de pronto la vida se me llenó de luz La palabra como la vasija vieja resquebrajada donde  he de recoger el caldo ardiente de mi sueño…

Yo dejo mi palabra en el aire, para que todos la vean, la palpen y la estrujen.   Nada hay en ella que no sea yo misma, siempre en busca de esa libertad. He ahí la necesidad de adoctrinar con fórmulas poéticas a sus lectores. Dulce María siempre pensó en ellos. Como todo buen poeta, ostenta la facultad de renuncia, se olvida de sí para pensar en el otro, renuncia a ser el centro del mundo y consiente la totalidad de todo lo que existe. Su palabra sobreviviría  a todo lo demás aunque diga que su palabra se queda en el aire, como  la paloma de Noé, que se va volando y nunca regresa. Otra contradicción con la que juega a engañarnos. Ella sabe que las palabras son existencia. Son también un modo del retorno.

Entrañablemente nuestra, no hay mejor  título que el de dama de la poesía para catalogar a Dulce María. Maestra del buen gusto, elegancia en la expresión y  poética  exquisita. Sus poemas tienen la vibración esencial de la poesía. En ella el lenguaje se llena de esplendor; abunda lo solar, las sombras  sólo duran un poco: son sólo un tránsito de una luz a otra luz. El suyo es un lenguaje desbordado en sobre-realidad, que viste con palabras iluminadoras. Una poética intelectiva y por lo demás sensorial, profundizada en sus observaciones,  extraordinariamente lúcida, y con una visión enriquecedora del mundo. Se manifiesta con una memoria y una atención prodigiosa, donde todo llega a ser materia prima, sustancia para la poesía. Sumergidos en la totalidad de los símbolos, sus versos son un incomparable bálsamo, un sublime bruñidor para el espíritu. Palabras que cincelan el mensaje de los Evangelios. Que en ocasiones llevan el tono y ritmo de los versículos sagrados. Ese poder sobre lo muerto, esa manera de ordenar el mundo desde lo simple. Esa manera de quedarse. Poesía que funda la esperanza.  El mundo se irá gastando rosa a rosa, piedra a piedra… vendrán hombres nuevos con la nueva vida. Poesía que intenta rescatar a los náufragos, que busca ampararnos, que piensa en el hombre.

La poesía es el medio empleado para la purificación y goce de esa soledad que la acompaña, y para desarraigar  la tristeza. Sobre la utilidad de la poesía, ella misma contesta: Si yo me viera obligada a decir que la poesía es algo, yo diría que la poesía es tránsito. No es por sí misma un fin o una meta sino sólo el tránsito a la verdad. 

Y un tránsito a la verdad era su poesía, su honestidad y originalidad, una  poesía que nos da esa posibilidad de permanencia.  En ese reposo sordo y obligado nos mantiene despiertos. Una mano ─como dijera Eugenio Florit─ que no parece escribir versos, sino que con dedos de fantasma arranca gotas de música en el aire. Ella es un agua llena de polifonías y arpegios, un agua delgada y transparente, con sabor a milagro… como el agua recién nacida al toque de la vara de Moisés. Agua como sangre del alma ─nos dice─ yo la bebí muriendo y ya soy agua viva. Ella jamás será agua muerta, porque un agua muerta está llena de silencios. Jamás será un agua inmóvil o estancada. Jamás será  un légamo de cenizas de estrellas apagadas,  porque ella es luz. Polvo de soles, y lleva la claridad prendida, abierta al viento que la hace danzar.

Dulce nos deja conocer su mundo inmediato a través de la poesía. Su tristeza serenísima, sus obsesiones. Con un lenguaje transparente  donde  el yo poético se identifica con la autora  y nos revela un mundo: su mundo. Un ejemplo es el poema en que nos dice: Canto a  la mujer estéril. Ella madre de nadie, estrella que en la estrella se consume, flor que en la flor se queda.  Hiere con su propio dolor, y testimonia el sentimiento íntimo¡Tú eres la flecha sola en el aire¡ Un agua que no se reproduce.  Agua en reposo tú eres: agua yerta de estanque, gelatina sensible, talco herido  de luz fugaz. Donde duerme un paisaje vago y desconocido;  el paisaje que no hay que despertar…  En su poesía  todo puede ser dignificado. Después de decir que la mujer estéril es la unidad perfecta que no necesita reproducirse, como no se reproduce el cielo, ni el viento, ni el mar. Nos deja una maldición que es un poco su defensa desde la rebeldía.

Púdrale Dios la lengua al que la mueva  contra ti; clave tieso a una pared  el brazo que se atreva  a señalarte; la mano obscura de cueva que eche una gota más de vinagre en tu sed! …  Los que quieren que sirvas para lo  que sirven las demás mujeres,  no saben que tú eres  ¡Eva…  Eva sin maldición…

Su poesía es también la flecha sola en el aire, pero a diferencia de otras, va dejando huellas, sensaciones, emociones, y nos arrastra tras sí.  Poesía es ese hijo que canta desde el sol. Ese hilo que no se cansa de desovillarse, que va deshilvanando su escritura, el verso lleno de sensibilidad para hacernos comprender  lo sutil y tierno de la poesía, desde ese verso que se escribe con honradez y elegancia, hasta ese que en ocasiones sorprende  con una sobriedad  única.

Sólo la poesía puede convertir lo imposible en realidad y puede descubrir esas otras realidades desconocidas donde lo imposible sucede, allí donde no importa el tiempo y la ausencia. Poesía es esa energía capaz de movernos, de transformarlo todo, de traer lo ausente, de hacer que un lenguaje críptico se vuelva luminoso. La poesía que deja al hombre donde está no es poesía, acertaba a decir la Loynaz. Poesía es ascenso hacia la claridad, hacia una nueva germinación. Luego lo explicaría  ella misma: La poesía tiene en verdad rango de milagro […] Por la poesía damos el salto de la realidad visible a la invisible, el viaje alado y breve, capaz de salvar en su misma brevedad la distancia existente entre el mundo que nos rodea y el mundo que está más allá de nuestros cinco sentidos. De ahí la idea de la muerte como perfección, como absoluto. Esa poesía de la posibilidad, de lo infinitamente posible.

Efectimente, en «Carta de amor  al rey Tut-Ank-Amen», vemos la manera como el verso llega a lo trascendente: Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda… Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo… Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas.

Fiebre de lo imposible, esa necesidad de fabulación inherente en ella. Esas criaturas poéticas gestándose de su aliento creador. Volviéndose reales. Una memoria que es tiempo, mucho tiempo. Ella ve pasar delante de sus ojos una película.  Espectadora  en ese universo que se construye cerrado, circular, donde desaparecen las nociones del tiempo y los espacios absurdos. Juegos imaginativos, en ese desborde de imágenes que vienen de la niñez, ya sean rescatadas de los sueños, de los delirios de sus enfermedades, o de los largos insomnios que acompañaban su escritura. Es la autora reconsiderando en el verso, siempre su propia existencia. Existencialismo que se expresa por medio del discernimiento.  Un existir en la poesía como única promesa de redención.

En una carta a una amiga, Dulce María escribe:  No hay canto mejor que el que no se dice, no hay nota que sea más bella que ese guión negro que es signo de silencio en los pentagramas […] Silencio, silencio… Sólo el silencio sugiere. Los demás hablamos o cantamos […] pero sólo el silencio, sólo el silencio da derecho a esperar algo mejor… Quizás por esto me enamoré de Tut-Ank-Amen, amante sin palabras que no podrá contestar nunca mi carta, amante hierático, inmutable, ungido de ese extremo prestigio de la Muerte. Sí, yo amo a Tut-Ank-Amen porque tiene el prestigio de la muerte. Lo amo porque está muerto… Si lo viera sentarse sobre el último de sus sarcófagos, desatarse sus vendas de momia y salir a limpiarse el polvo de los siglos de las sandalias […] dejaría en el acto de amarlo.

Portada Poemas sin nombreLa muerte siempre ejerce esa fascinación en los poetas.  Es en lo no conocido donde mejor se da el verso y  donde mejor fructifica la poesía. El verso  acopiándolo todo, lo fructífero y lo esencialmente sorpresivo. En el poema, La novia de Lázaro, se torna imaginativa al proyectar una prolongación de sucesos que ella observa para unirse a lo que contempla. Hay un paisaje siempre abierto y su imaginario no hace separación de lo real y lo artificioso.  Resonancias, ecos, palabras que se inventan, palabras que son y que no fueron nunca pronunciadas. Pero  en  toda su frustración hay siempre una amarga resignación solemne. Ella divide el tiempo, se queda en ese otro espacio donde no hay nulidad, donde todo sucede. Lo místico en su poesía va más allá del pensamiento religioso; pero son en estos temas donde logra su más alta y acabada expresión. Ella renueva y nutre su misticismo poético acomodando sus experiencias o pensamientos a sus lecturas del libro sagrado. Ese deseo de transgredir la muerte y extender la eternidad es humano. Pero ella prefiere el estado de la muerte, el prestigio de la muerte, ella ama lo muerto. Siempre lo antagónico, ese diálogo de lo efímero frente a la inmortalidad. Poesía es camino hacia el misterio y lo intangible.

… tú estabas muerto y reposabas en tu propia muerte […] En tanto yo seguía viva con unos ojos que querían taladrar tu tiniebla y unos huesos negados a tenderse y una carne mordida, asaeteada por ángeles negros rebelados contra Dios. ¡Tú estabas muerto y yo seguía viva […] incapaz de morir o conmoverla! Conmover la muerte… Eso yo pretendía.

Choque de tu presencia y mi recuerdo, de tu realidad y mi sueño, de tu nueva vida efímera y la otra que ya te había dado yo en él y donde tú flotabas perfecto, maravilloso, inmutable, rabiosamente defendido… Sí, yo soy la que ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también me levante… Me eche a andar.

No hay desarraigo en su poesía, su verso es sagaz, escribe una poética mesurable y elocuente, llena de sol, de polen, de pájaros y zumbidos.  Una poesía así, solo puede ser luz y orden. Erudición, universalidad desmedida. Esa noción del pensamiento como iluminación  y sus razones eternas. Creación de un tiempo,  donde prevalece el corazón y el conocimiento junto al profundo significado de su mensaje. Ese significado lo encontramos en el sentido total de su agudeza crítica, que tiende a unificar el espíritu  y la religiosidad y se expresa ante todo en ese itinerario del alma hacia Dios. Ahí reside lo más personal de su inteligencia y nos revela ese don de energía universal para juntar todas las cosas, las culturas, las razas, a los hombres todos. Lo sagrado en su espiritualidad y en su pensamiento, en la palabra y su permanencia. Ese raciocinio que se fragmenta con la dinámica del pensamiento filosófico y que se une al mito. Ese deseo de que lo irracional nos alcance, de que nos haga divinos para acercarnos a otra vida, o para alejar el tedio de esta vida que conocemos.

Si en el cielo como en la tierra todo es signo, entonces hay necesidad de un símbolo para nombrar las cosas. En Dulce María,  las rosas y los hombres, los astros, los robles, los cerezos y los jardines, los castañeros, los olmos, los sauces, las montañas y los ríos, todo llenando las redes de la poesía. Ella extasiada nos regala lo que obtiene de la naturaleza y nos prepara para interpretar y recorrer todos los paisajes con su peculiar manera de ver y sentir, para mostrarnos a la mujer que describe el mundo desde su torre de marfil o desde su peregrinaje. La poesía también es recuerdo, está hecha de memorias y de un universo  de figuraciones.  En la poética de Dulce María Loynaz  las cosas cobran vida,  se transparentan contornos extáticos, ella armoniza todo ese  ambiente que la rodea sobre la ordenación de lo bello. Es una reformadora profunda que nos guía en la búsqueda constante de imágenes vivaces, una intérprete que deja su mirada, su manera de reaccionar ante lo real o lo irreal.  Ella posee esa cultura para la poesía que mencionara Lezama. Música y palabras,  junto a un lenguaje límpido se reúnen para formar una obra de arte acabada. La historia de la poesía tiene en la Loynaz, una de las más grandes voces poéticas  de todos los tiempos.

Por el amor conoceremos al hombre, ─nos ha dicho─ y agrega además que el amor es fruto y es signo, hierro candente que deja su marca en los que lo poseen, una  marca que ya no puede esconderse. También por su poesía conocemos a Dulce María.  Ella quiere amar. Amar  lo amable no es amor ─lo sabe─.  Ella quiere besar la herida del leproso, disimular la repulsión instintiva hacia las cosas feas. Busca entender la armonía de lo inarmonioso. Desde el verso quiere acercarse a lo divino, al amor perfecto.

Lo que se acerca a la divinidad corre el riesgo de quedar así, en oscuridad total. Toda la luz cuando es recibida de golpe enceguece. Para Dulce, es el peor de los castigos, la ceguera que vence la palabra, la ceguera que le robó los versos al final de sus días, porque ya no se alimentaba de palabras. Sin las palabras,  todo el mar, el aire, los jardines, los pájaros, se hayan vuelto también de piedra gris, de cemento sin nombre.

¿Ya no habría días nunca más?…Tocaba la sombra como un ciego toca el rostro que quiere reconocer. Días sin palabras, donde el roce de  una hoja pudo sonar mil veces… con una resonancia de tambores.

Dulce María establece un contraste  entre  ese batallar de Jacob toda la noche con un ángel,  pero yo ─nos dice─ he luchado toda una vida y aún no he visto el rostro del ángel ensangrentado que yace a mis plantas… Resistencia. No he de caerme porque yo soy fuerte… con un poco de cal yo me compongo: con un poco de cal y de ternura. Nos deja conocer sus miedos, sus últimas angustias.  Miedo de ese silencio, de esta calma, de estos papeles viejos que la brisa remueve vanamente en el jardín… Acomodar los muertos de cada día, otro día a pasado y nadie se me acerca. Me siento ya una casa enferma, una casa leprosa, que alguien venga a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.

Desesperanza. Ya no existe el vedado, como no existe Pompeya, ni Palmira. Como no existe Machu Picchu. La que deshojaba crepúsculos igual que pétalos de rosas. Se deshoja  ahora en aquel silencio de la casa vacía.

Dulce Maria Loinaz flor ¿Qué dejaré a la vida?  ¿Qué llevaré a mi muerte?  Palabras. Como si en las palabras se encerrara el sentido último de su vida. Palabras en ese decursar sentencioso que siempre resplandece en sus textos.   En mi verso soy libre, dentro de él me levanto y soy yo misma… Y así continúa, tejiendo versos, juntando palabras, destellos íntimos para ir completando su sagrario de versos?

Poesía  es resurrección y vida. ¿Qué me queda por dar, si por dar doy… Si Dios no me sujeta o no me corta, las manos torpes mi resurrección. 

Basta  leerla o acercarnos  a su poesía  para que retorne de la muerte como una hija pródiga. Ella vencedora en la palabra que vuelve. La palabra que vence que sale de los infiernos y retorna justa, ingobernable, transparentada,  inmortal. La palabra esparcida en el aire, tentándonos a que palpemos un poco de esa gloria, como un fruto al que podemos extraerle su infinita madurez,  sabor  y  cubanía. Tocada por la muerte, ungida de ese extremo prestigio de la Muerte,  ella, conmoviéndola al fin.  En ese ser y en ese estar de la poesía que sobrevive. La palabra que pertenece al presente infinito ─la palabra de Dulce María─ esa rosa larga que durará mañana y después de mañana. La palabra que ruega con nosotros. Poesía  para  el único día nuestro.

Dame el sueño y yo empujaré el corazón recién reacio, la flor no despegada todavía de la raíz, la rosa de mañana.