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Travesuras infantiles

La realidad objetiva acaba de evaporarse.
Werner Heisenberg

Para ser honesto no sé muy bien qué pudo suceder. O más bien cómo. Da igual. Escribo esta carta por si alguien la encuentra y se puede organizar el rescate. Lo hago a las apuradas, porque presiento que está por engullirme otro remolino.

Mili, mi hija, tiene tres años. Le encanta andar con su triciclo. Cuando llego de trabajar quiere que la persiga alrededor de la mesa. Los espacios en el departamento son mínimos así que más que una persecución parece una carrera de obstáculos. Mi mujer protesta porque rayamos los muebles, pero es el único momento del día que tengo para estar con ella. La nena pedalea y ríe feliz. Y yo, en cámara lenta, cual “El Hombre Nuclear”, finjo que le doy alcance.

Una de estas noches, mientras representábamos nuestro numerito, se frenó y me dijo: — ¡Espera papi, que hay que abrir la puerta! Y haciendo que giraba un picaporte invisible pasó el triciclo a través de una puerta, también invisible. Yo le seguí la corriente, y estirando desmesuradamente una pierna, crucé mientras me llevaba un dedo a la boca para reclamar silencio. Las carcajadas se habrán oído desde la calle.

En los días siguientes, el carnaval familiar se repitió igual. Bueno, igual lo que se dice igual, hasta principio de semana. Después, no sé qué decir…

El lunes ya había perfeccionado la pantomima y hasta me esmeré haciendo ruidito de gozne herrumbrado. Tras abrir la puerta imaginaria iba a retomar la cacería, pero Mili me dijo: —¡No, papi, cierra antes de que se escape el gato! ¡Si se va al otro lado, desaparece!

El señor Jinks, nuestra mascota, me miró con su habitual displicencia de divinidad doméstica. Me disculpé con mi hija por desconocer este nuevo recaudo, cerré la puerta y continuamos con el juego. Sin embargo, algo empezó a roerme como un eco lejano.

Una vez había leído sobre un experimento con un gato que permanece encerrado en una caja en una superposición de estados posibles. Para saber si el felino está vivo o muerto era preciso abrir la caja. Es un problema de la física cuántica que este humilde oficinista no puede resolver: Por suerte, la Legítima nos llamó a comer y me olvidé del asunto. ¡Qué error!

Porque hoy estábamos con la nena en medio de nuestro ritual. A la tercera vuelta, pasé a través de la abertura invisible y fui sumergido en un relámpago de luz que borroneó todos los contornos. Con una nausea feroz aparecí en medio un paisaje desconocido. El aire atronaba a puro cañonazo. Soldados atacaban con bayonetas y sables ensangrentados. Hasta donde me llegaba la vista, estaba dentro de una batalla gigantesca. Todo alrededor era humo, descargas de fusiles y retazos carmín que florecían el pecho de los combatientes. Pensé que me había golpeado la cabeza y estaba alucinando. Pero cuando un infante malherido cayó a mis pies, el sueño se hizo demasiado real. En el colmo de mi locura, el pobre hombre hablaba en francés, pero yo era capaz de entenderlo y supe que el desdichado pertenecía a la Guardia Imperial de Napoleón Bonaparte.

Mis pies parecían clavados en el piso, no atinaba qué hacer. Pero la batalla no se detenía y la tierra empezó a temblar. Alcancé a ver que todo un ejército se nos venía encima al galope tendido. El pobre franchute se abrazó a mis tobillos y consiguió musitar que “la Guardia muere, pero no se rinde” y entregó su espíritu. No era el momento para averiguar por qué podía comprender el idioma así que, desesperado, corrí como un loco y busqué guarecerme de la carga de la caballería prusiana. Sí, sabía que esas eran tropas alemanas. No podía creer lo que me estaba pasando. Me arrastré entre el barro hasta una edificación derrumbada. Vi una puerta arrasada por la metralla, la empujé y aparecí otra vez en mi casa, gateando bajo la mesa. Mi hijita me miraba con ojos de asombro. Justo entraba mi esposa para reclamar que fuéramos a comer de una buena vez y al verme así, se le atragantó la reprimenda detrás de una expresión indefinible. Igual no perdió la oportunidad y mientras movía la cabeza, me recriminó: —¡Pero mira cómo te ensuciaste por jugar con la chica! Estás todo lleno de barro. ¡Ya no tienes edad! Y anticipando una ronda extra de lavarropas se fue mascullando, furiosa.

Por eso escribo esta carta. No es un pedido de auxilio, es una advertencia sobre el vórtice maligno que se ha adueñado de mi cuarto de estar. Ojalá alguien sepa cómo cerrar el portal y sea capaz de rescatarme. Sospecho que es inminente otra zambullida en el torbellino de los universos paralelos. Voy a extrañar mucho a mi hija. Me aguarda el horror y la desesperanza.

Quizás este ya sea uno de mis futuros.

© Pablo Martínez Burkett, 2020