(24 DE JUNIO DE 1911-30 DE ABRIL DE 2011)
Recopilaciones y reflexiones de Juan Pablo y Janiel Humberto Pemberty
INTRODUCCIÓN
A sólo unos meses de cumplir cien años de edad, Ernesto Sábato abandonó este mundo.
No deja de maravillarse uno cada vez que se asoma a la vida de la gente porque cada ser humano (no pretendemos aquí decir nada nuevo ni ser originales) es único e irrepetible, una novela viviente. Eso lo puede comprobar cualquiera tan solo con escuchar anécdotas de sus amigos o historias de familia. Sin embargo, ponerse en serio a registrar y tratar de perpetuar para la humanidad una vida o varias vidas en una novela, sí que me parece mágico aunque a la postre pueda resultar un tanto inútil.
Por eso, habernos acercado a la vida de Ernesto Sábato nos ha parecido tan enriquecedor. Ernesto, sin duda, tiene mucha tela de donde cortar como joven revolucionario primero, como promisorio investigador científico después y como literato reconocido luego, amén de sus escaramuzas como ensayista y hombre comprometido con la justicia, según lo entendemos nosotros.
Una biografía es como un sueño que se suma a este sueño que es la vida. Corramos pues la cortina, y con reverencia, entremos en el mundo de Ernesto Sábato, que acaba de dejar este mundo hoy sábado 30 de abril de 2011.
Acometemos las siguientes páginas para resaltar la importancia de uno de los hombres de ciencia y letras más reconocido en Latinoamérica, ya que no es común (ni fácil) que los seres humanos andemos moviéndonos como peces en el agua por los complicados vericuetos de la física nuclear y una producción literaria de las buenas. Tanto es así, que en 1943 el pobre Ernesto sufrió una crisis existencial producto de las contradicciones entre el mundo claro y luminoso de las matemáticas y el atormentado y complejo mundo de la literatura, que casi lo lleva al suicidio. Y eso que ya era padre de Jorge Federico su primer hijo, que nació en 1938, y esposo de Matilde Kusminsky-Ritcher a quien había conocido en 1933 mientras dictaba cursos de Marxismo-Leninismo, cuando ella tenía apenas 17 años y decidió abandonar la casa de sus padres para irse a vivir clandestinamente con él. Así pues, entre libros, política y arengas, al joven Ernesto le quedaban restos para el jaleo amoroso clandestino, que nunca ha dejado de tener sus abismitos.
NACIMIENTO E INFANCIA
Ernesto Sábato Ferrari (nada que ver con la casa automotriz), nació en Rojas, una ciudad de la provincia argentina de Buenos Aires, que a la sazón contaba con no más de 5.000 habitantes, el 24 de junio de 1911. Fue el décimo de los once hijos que don Francisco Sábato y doña Juana María Ferrari (inmigrantes italianos) trajeron a este valle de lágrimas, y se llamó Ernesto porque sus papás decidieron perpetuar en él a Ernestito, su noveno hijo, muerto un poco antes de nacer él.
Nació un 24 de junio, como nuestra madre y abuela, y como ella sin movimientos telúricos ni estrellas fugaces que anunciaran su llegada a este purgatorio. Parece eso sí, que desde que fue arrojado de la cálida cueva de su madre a las inclementes temperaturas de la sala de hospital, Ernestito se sintió incómodo en la vida y decidió ser bastante crítico con todo. Por ello no resulta extraño que sus más íntimos reconozcan que desde niño fue siempre reconcentrado y algo cohibido. Su mal humor, a veces incontenible, y la aguda virulencia con que de vez en cuando sazona sus argumentos, esconden una timidez adquirida, pues su infancia, dicen, fue cerrada, gris y careció de las satisfacciones que cierta exaltación salvaje da a la niñez. Se pasaba las horas con la nariz contra la ventana, mirando a los chicos de su edad tirar trompo, correr, remontar barriletes.
Para él mismo y para los demás, Ernestito fue un niño problema. ¡Pues claro, con semejante talento y energía y medio amarrado! Quizás por eso, quien conozca su obra ha de recordar que su humor es ácido, algo perverso y a menudo hiriente.
ADOLESCENCIA, JUVENTUD REBELDE Y ESTUDIOS
En 1924 Ernestito egresó de la escuela primaria de su Rojas natal y viajó a La Plata, ciudad que dista unos 55 kilómetros de Bueno Sáires, como escribiría más tarde en Sobre héroes y tumbas para rescatar el habla coloquial del porteño, con el fin de realizar sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de la Plata, donde tuvo la fortuna de conocer a Pedro Henríquez Ureña, profesor de origen dominicano, portentosa personalidad literaria que hizo un invaluable trabajo por las letras argentinas, a quien la prepotente intelectualidad de la época menospreció a pesar de que Pedro (aunque esto no ataña a este estudio) fue hijo de Francisco Henríquez y Carvajal, notable humanista dominicano y presidente la de la República Dominicana. Ernesto, no ya Ernestito, reconoció siempre a Pedro como inspirador de su carrera literaria y lo recuerda después con estas nostálgicas palabras:
Se me cierra la garganta al evocarlo, esa mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos (…) Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento del mediocre, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna Facultad de Letras de Argentina.
Este hombre que alguien llamó «peregrino de América» (y cuando se dice América en relación a él debe entenderse América Latina, esa teórica América total que la retórica de las cancillerías ha puesto de moda, por motivos menos admirables), tuvo dos grandes sueños utópicos; como San Martín y Bolívar, el de la unidad en la Magna Patria; y la realización de la Justicia en su territorio, así con mayúscula.
Su vida entera se realizó, así como su obra, en función de aquella utopía latinoamericana. Aunque pocos como él estaban dotados para el puro arte y para la estricta belleza, aunque era un auténtico scholar y hubiera podido brillar en cualquier gran universidad europea, casi nada hubo en él que fuese arte por el arte o pensamiento por el pensamiento mismo. Su filosofía, su lucha contra el positivismo, sus ensayos literarios y filológicos, todo formó parte de sus silenciosa batalla por la unidad y por la elevación de nuestros pueblos.
Hago hincapié en este personaje, porque considero que sin su aparición en la vida de Ernestito, este talvez no habría sido el creador literario que fue, ya que su influencia fue tan notable que Ernesto escribió el ensayo Significado de Pedro Henríquez Ureña, en 1967. Suertudo Ernestito en este aparte, al encontrar en su camino a semejante erudito e inspirador ¿sí o no?
Sus biógrafos no nos dicen nada de su vida, en una década, salvo que en 1928 ingresa a la facultad de ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad de la Plata, donde se la alborotó la fiebre estudiantil.
Su soledad intensa y la separación de su madre ya habían marcado rasgos definitivos en su carácter, así que se vinculó en un comienzo a grupos anarquistas pensando que ellos quizá podrían encausar sus profundas ansiedades. La solidez del Partido Comunista y su poder dogmático lo atraían poderosamente.
Ya en 1933 es un activo militante del movimiento de Reforma Universitaria y cofundador del grupo Insurrexit, de tendencia comunista. En ese mismo año fue elegido Secretario General de la Federación Juvenil Comunista. Pero en 1934, el joven revolucionario comienza a tener dudas sobre la doctrina comunista y la idoneidad histórica de la dictadura de Stalin. Y sus copartidarios que se las huelen deciden enviarlo por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, en donde según el mismo Sábato, uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico.
Pero antes de llegar a Moscú, el Partido Comunista de Argentina lo mandó a Bruselas como su delegado ante el Congreso contra el Fascismo y la Guerra. Una vez allí, temiendo que su viaje a Moscú no tuviera regreso, abandonó el congreso y huyó a París.
Parece ser que por estar alejado de los ajetreos propios de sus compromisos académicos y políticos, el joven Ernesto pudo por fin dedicarse a dar rienda suelta a su pasión literaria y comenzó a escribir o escribió una novela que llamó La fuente muda, que muda se quedó para siempre porque lo único que se publicó de ella fue un breve fragmento en la revista Sur que fundó y dirigió Victoria Ocampo, de quien se dice estuvo enamorado Jorge Luis Borges, pero no vinimos a hablar de Victoria ni de Silvina su hermana ni de Borges, ni a hacer chismes, que para chismosos están los periodistas, sino a hablar de Ernesto Sábato o Ernesto a secas.
CARRERA LITERARIA
En 1941 apareció el primer trabajo literario de nuestro Ernesto, un artículo sobre La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, en la revista Teseo de La Plata. También publicó una colaboración en la revista Sur, por intervención de Pedro Henríquez Ureña. En 1942 continuó colaborando en la revista Sur con reseñas de libros. Se encargó de la sección Calendario y participó del Desagravio a Borges en el Nº 94 de Sur. Publicó artículos en el diario La Nación y publicó su traducción de Nacimiento y muerte del sol de George Gamow. Al año siguiente publicaría la traducción de El ABC de la relatividad de Bertrand Russell.
En 1945 publicó su primer libro, Uno y el universo, una serie de artículos filosóficos en los que critica la aparente neutralidad moral de la ciencia y alerta sobre los procesos de deshumanización en las sociedades tecnológicas. Con el tiempo irá avanzando hacia posturas libertarias y humanistas. Ese mismo año recibió por el libro el primer premio de prosa de la Municipalidad de Buenos Aires y la faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Y ese mismo año también, a finales de la Segunda Guerra Mundial, nació su hijo Mario quien llegaría a ser un conocido director de cine.
En 1948 después de haber llevado los manuscritos de su novela a las editoriales de Buenos Aires y de ser rechazado por todas, publicó en la revista Sur, El túnel, una novela psicológica narrada en primera persona. Enmarcada en el existencialismo, una corriente filosófica de enorme difusión en la época de posguerra, El túnel recibió críticas entusiastas de Albert Camus, quien lo hizo traducir por Gallimard al francés. Aparte de este, la novela ha sido traducida a más de diez idiomas.
En 1951 se publicó el ensayo Hombres y engranajes bajo la editorial Emecé y al año siguiente, en 1952, se estrenó en la Argentina la película El túnel, una producción de Argentina Sono Film, dirigida por León Klimovsky. En 1953, nuevamente bajo la editorial Emecé, publicó el ensayo Heterodoxia.
En 1955 es nombrado interventor de la revista Mundo Argentino por el gobierno de facto impuesto por la Revolución Libertadora, puesto al que renunciaría al año siguiente por haber denunciado la aplicación de torturas a militantes obreros. Ese mismo año publicó El otro rostro del peronismo: Carta abierta a Mario Amadeo, en donde, sin abdicar a sus antipatías hacia la figura del expresidente Juan Domingo Perón, efectúa la defensa de Evita y sus seguidores, posición que le crearía numerosas críticas de los sectores intelectuales argentinos, mayoritariamente opositores al régimen derrocado.
En 1958, durante la presidencia de Arturo Frondizi, Ernesto fue nombrado Director de Relaciones Culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores, puesto al que renunciaría al año siguiente por discrepancias con el gobierno.
En 1961 publicó Sobre héroes y tumbas, que ha sido considerada una de las mejores novelas argentinas del siglo XX. Se trata de una obra que narra la historia de una familia aristocrática argentina en decadencia, en la que se intercala un relato intimista sobre la muerte del General Juan Lavalle, héroe de la Independencia.
Cuando decidí tomarlo para mi novela, no era, en modo alguno el deseo de exaltar a Lavalle, ni de justificar el fusilamiento de otro gran patriota como fue Dorrego, sino el de lograr mediante el lenguaje poético lo que jamás se logra mediante documentos de partidarios y enemigos: intentar penetrar en ese corazón que alberga el amor y el odio, las grandes pasiones y las infinitas contradicciones del ser humano en todos los tiempos y circunstancias, lo que sólo se logra mediante lo que debe llamarse poesía, no en el estrecho y equivocado sentido que se le da en nuestro tiempo a esa palabra, sino en su más profundo y primigenio significado.
La novela también incluye el Informe sobre ciegos que a veces se ha publicado como pieza separada, y sobre el cual su hijo Mario realizó una película. En 1965 se lanzó el disco Romance de la muerte de Juan Lavalle, con textos recitados de Sobre héroes y tumbas y canciones con letra de Ernesto y música de Eduardo Falú. Su siguiente novela, Abbadón, el exterminador se publicó en 1974. De corte autobiográfico, con una estructura narrativa fragmentaria y de argumento apocalíptico en el cual Ernesto se incluye a sí mismo como personaje principal y retoma a algunos de los personajes ya aparecidos en Sobre héroes y tumbas. Ese mismo año recibe el Gran Premio de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).
En el año 1975 recibe el Premio de Consagración Nacional de la Argentina y dos años más tarde Abaddón, el exterminador obtiene el título a mejor libro extranjero en Francia, y en Italia recibe el Premio Médici. Al año siguiente, en 1978, le otorgan la Gran Cruz al mérito civil en España. En el año 1979 es distinguido en Francia como Comandante de la Legión de Honor.
Por solicitud del presidente Raúl Alfonsín, presidió entre los años de 1983 y 1984 la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), cuya investigación, plasmada en el libro Nunca Más, abrió las puertas para el juicio a las juntas militares de la dictadura. En 1984 recibió el Premio Cervantes; la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires lo nombró Ciudadano Ilustre; recibió la Orden de Boyacá en Colombia y la OEA le otorgó el Premio Gabriela Mistral. Dos años más tarde, en 1986, le entregan la Gran Cruz de Oficial de la República Federal de Alemania.
En 1989, recibió en Israel el Premio Jerusalén. El mismo año fue nombrado Doctor honoris causa por la Universidad de Murcia, España; en 1991 por la Universidad de Rosario y la Universidad de San Luis de Argentina, y en 1995 por parte de la Universidad de Turín, Italia. El 21 de diciembre de 1990, en su casa de Santos Lugares, se casó por iglesia con Matilde Kusminsky-Richter. La ceremonia fue oficiada por Monseñor Justo Laguna y Monseñor Jorge Casaretto.
En 1995 murió su hijo Jorge Federico en un accidente automovilístico. En 1997 recibió el XI Premio Internacional Menéndez Pelayo. El 30 de septiembre de 1998 falleció su esposa, Matilde Kusminsky-Richter. Ese mismo año publicó sus memorias bajo el título de Antes del fin y el 4 de junio de 2000 publicó La Resistencia en la página de Internet del Diario Clarín, convirtiéndose de esta manera en el primer escritor de lengua española en publicar un libro gratuitamente en Internet antes que en papel. La edición en papel fue lanzada el 16 de junio.
Se retiró a su casa en Santos Lugares, Provincia de Buenos Aires, donde se dedicó a la pintura, ya que por prohibición médica no podía leer ni escribir. Desde hacía algunos años sufría quebrantos de salud y no concedía entrevistas. Una bronquitis severa puso fin a sus días.
PRODUCCIÓN LITERARIA
Novelas:
- El túnel, (1948)
- Sobre héroes y tumbas, (1961)
- Abaddón el exterminador, (1974)
Ensayos:
- Uno y el universo, (1945)
- Hombres y engranajes, (1951)
- Heterodoxia, (1953)
- El caso Sabato. Torturas y libertad de prensa. Carta abierta al general Aramburu, (1956)
- El otro rostro del peronismo, (1956)
- El escritor y sus fantasmas, (1963)
- Tango, discusión y clave, (1963)
- Romance de la muerte de Juan Lavalle. Cantar de Gesta, (1966)
- Significado de Pedro Henríquez Ureña, (1967)
- Aproximación a la literatura de nuestro tiempo: Robbe-Grillet, Borges, Sartre, (1968)
- La cultura en la encrucijada nacional, (1973)
- Diálogos con Jorge Luis Borges, (1976)
- Apologías y rechazos, (1979)
- Los libros y su misión en la liberación e integración de la América Latina, (1979)
- Nunca más. Informe de la Comisión Nacional sobre la desaparición de personas, (1985)
- Entre la letra y la sangre, (1988)
- Antes del fin, (1999)
- La Resistencia, (2000)
- España en los diarios de mi vejez, (2004).
PRÓLOGO Y FRAGMENTOS DE
UNO Y EL UNIVERSO
Hemos querido para finalizar, consignar una breve muestra del pensamiento de nuestro Ernesto Sábato, a partir del cual se puede deducir su trascendencia en el mundo de las letras y verse a groso modo su inteligencia, su profundidad, la sutileza de su exposición, su vasta erudición y su talante polémico.
Por Ernesto Sábato
Prólogo
Las reflexiones que aparecen aquí por orden alfabético no son producto de la vaga contemplación del mundo: se refieren a entes que he encontrado en el camino hacia mí mismo. (Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento de hombres, o indaga la naturaleza, o busca a Dios; después advierte que el fantasma que se perseguía era Uno mismo). Fuera de mi ruta debe de haber otros entes, otras teorías, otras hipótesis. El universo del que se habla aquí es mi Universo particular y, por lo tanto, incompleto, contradictorio y perfeccionable; no poseo la más modesta Weltanschauung que pueda satisfacer a una persona respetable o germánica; prohíbo a estos inspectores del urbanismo filosófico que lean este libro (no veo, además, para qué habrían de leerlo).
Este libro es el documento de un tránsito y, en consecuencia, participa de la impureza y de la contradicción, que son los atributos del movimiento. Imagino la irritación que producirá a los fanáticos del sistema, que tienen la curiosa pretensión de ser propietarios de La Verdad, frente a los otros mil sistemas, como por alguna especie de arreglo personal con el Organizador del Espectáculo. Por mi parte, reconozco no tener vinculaciones tan influyentes.
La ciencia ha sido un compañero de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás. Todavía, cuando nostálgicamente vuelvo la cabeza, puedo ver algunas de las altas torres que divisé en mi adolescencia y me atrajeron con su belleza ajena de los vicios carnales. Pronto desaparecerán de mi horizonte y solo quedará el recuerdo. Muchos pensarán que esta es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana.
De todos modos, reivindico el mérito de abandonar esa clara ciudad de las torres —donde reinan la seguridad y el orden— en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura. Montaigne mira con ironía a los hombres porque son capaces de morir por conjeturas. No veo nada que me merezca la ironía: en eso reside la grandeza de estos pobres seres.
Ernesto Sábato
Santos Lugares, otoño de 1945
Dios
Hay muchos pensadores que sostienen la ineptitud de la Metafísica para probar nada. Sea como sea, parece que problemas como el de la existencia de Dios sólo tienen cabida en la Filosofía; si ésta no sirve, tanto peor para los que no les basta con la fe y sienten la necesidad de probar la existencia o inexistencia de Dios; pero que no se busquen argumentos en la ciencia.
La ciencia es totalmente ajena a esta cuestión y la prueba está en que de ella se ha pretendido sacar argumentos en favor y en contra de la existencia de Dios: Kepler y Newton se extasiaban ante el orden universal que, según ellos, implicaba la existencia de Alguien que lo hubiese establecido; Maupertuis suponía que el principio de mínima acción de la dinámica era la mejor prueba de una Sabiduría divina; Jeans piensa que este universo ha sido construido por un Dios matemático, con conocimiento del cálculo tensorial y la teoría de los grupos. Por el otro lado, hay espíritus dispuestos a creer que el desarrollo de la ciencia prueba la inexistencia de Dios; no veo, sin embargo, cómo el descubrimiento de leyes en el terreno de la biología y de la psicología puede resultar reconfortante para los que piensan así; si no he entendido mal, las experiencias de Pavlov demuestran que buena parte del mundo psíquico revela ya una obediencia a leyes estrictas; pero ¿no es la existencia de leyes ineluctables lo que lleva a otros a creer en la existencia de Dios?
En realidad, un censo de opiniones mostraría que buena parte de los sabios creen en un Principio Ordenador. Por mi parte, me parece que la ciencia estricta nada puede probar en este problema. En la medida en que sus hombres pronuncian estas ansiosas afirmaciones no pertenecen a la ciencia: pertenecen a la Teología o a la Metafísica, que tanto odian.
Divulgación
Alguien me pide una explicación de la teoría de Einstein. Con mucho entusiasmo, le hablo de tensores y geodésicas tetra dimensiónales.
—No he entendido una sola palabra— me dice, estupefacto.
Reflexiono unos instantes y luego, con menos entusiasmo, le doy una explicación menos técnica, conservando algunas geodésicas, pero haciendo intervenir aviadores y disparos de revólver.
—Ya entiendo casi todo— me dice mi amigo, con bastante alegría. Pero hay algo que todavía no entiendo: esas geodésicas, esas coordenadas…
Deprimido, me sumo en una larga concentración mental y termino por abandonar para siempre las geodésicas y las coordenadas; con verdadera ferocidad, me dedico exclusivamente a aviadores que fuman mientras viajan con la velocidad de la luz, jefes de estación que disparan un revólver con la mano derecha y verifican tiempos con un cronómetro que tienen en la mano izquierda, trenes y campanas.
—¡Ahora sí, ahora entiendo la relatividad!— exclama mi amigo con alegría.
—Sí —le respondo amargamente—, pero ahora no es más la relatividad
Edad
¿Qué se puede hacer en ochenta años? Probablemente, empezar a darse cuenta de cómo habría de vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.
Un programa honesto requiere ochocientos años. Los primeros cien serían dedicados a los juegos propios de la edad, dirigidos por ayos de quinientos años; a los cuatrocientos años, terminada la educación superior, se podría hacer algo de provecho; el casamiento no debería hacerse antes de los quinientos; los últimos cien años de vida podrían dedicarse a la sabiduría.
Y al cabo de los ochocientos años quizá se empezase a saber cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena.
Un programa honesto requiere ocho mil años.
Etcétera.
Fama
La fama la realizan sucesos contingentes o equivocados: Liszt se ha hecho famoso por su Rapsodia No. 2; Einstein, por la frase todo es relativo, que jamás pronunció y que enérgicamente refuta; Baudelaire, por un título que parece prestado de Vargas Vila; Newton, por la caída de una manzana que parece no haber caído nunca. La gloria se equivoca casi siempre y rara vez se adquiere por motivos que podrían justificarla. En estos hombres, por ejemplo, la fama es merecida, pero sus causas son equivocadas. Excelentes personas se hacen la ilusión de tener un buen gusto literario porque leen a Proust, a Shakespeare, a Cervantes; pero a menudo sucede que lo que gustan de ellos no es otra cosa que sus defectos.
A veces la fama se debe a una frase histórica. De todas las cosas apócrifas, las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales mementos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como muchas cosas históricas.
Dalí
Se discute si Dalí es auténtico o farsante. Pero ¿tiene algún sentido decir que alguien se ha pasado la vida haciendo una farsa? ¿Por qué no suponer, al revés, que esa continua farsa es su autenticidad? Cualquier expresión es, en definitiva, un género de sinceridad.
Hombre y mujer
Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el universo se derrumbe, estará preocupada por su casa.
Inteligencia
Entender es relacionar, encontrar la unidad bajo la diversidad. Un acto de inteligencia es darse cuenta de que la caída de una manzana y el movimiento de la Luna, que no cae, están regidos por la misma ley.
Como una especie de detective secular en una Gran Novela Policial, la inteligencia persigue interminablemente a la verdad, buscándola hasta en los lugares menos sospechosos; está abierta a todas las posibilidades y por eso debe combatir a cada instante contra la rutina, el lugar común, el dogma y la superstición, que pretenden en cada caso haber aclarado el enigma, ignorando o queriendo ignorar que la verdad tiene infinitos cómplices e infinitos lugares diferentes.
Porque combate contra todos los dogmas y supersticiones, la inteligencia es capaz de comprender lo que hay de verdad en cada uno de ellos; un hombre inteligente no se caracteriza porque no comete errores sino que está dispuesto a rectificar los cometidos; los hombres que no cometen errores y que tienen todo definitivamente resuelto son los dogmáticos: se caracterizan por tener una Iglesia, una Ortodoxia, un Papa infalible, una Inquisición; no hay que creer que estas organizaciones sólo aparecen para defender a Dios: algunas aparecen para demostrar su inexistencia.
La creación de estas Iglesias es lo que hace tan difícil la búsqueda de la verdad. Porque entonces no basta la inteligencia: se requiere la intrepidez. Se requiere mucho valor para defender a la vez la parte de verdad en Berkeley contra los marxistas y la parte de verdad en los marxistas contra Berkeley. Este valor intelectual es lo que los fanáticos de la secta llaman confusionismo.
Lo difícil de esta tarea está en que la inteligencia debe proceder en forma helada e imparcial en este interminable pleito siendo que a la vez aparece encarnada en forma humana y, por lo tanto, mezclada con la debilidad, la simpatía, la violencia, el fanatismo y la furia, que son nuestros atributos más frecuentes.
Oscuridad
Aparte de razones vinculadas a la psicología de la infancia, el prestigio de la oscuridad se debe al hecho de que lo profundo es frecuentemente oscuro, lo que, desde luego, no implica la verdad recíproca. Especulando sobre este paralogismo, muchos escritores modernos han logrado fama de grandes psicólogos.
Habría que distinguir la oscuridad de expresión y la expresión de la oscuridad. Es cierto que hay problemas oscuros, como el de Dios o el de la eternidad. Pero es deseable que se haga ver claramente en qué son oscuros.
Poderío del lenguaje
La riqueza del lenguaje puede ser medida por el número de las palabras, pero no su poderío. Hay escritores que se arreglan con un vocabulario restringido, que sacan matices y partido del que tienen por la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una palabra no vale por sí sola sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte. Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas palabras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un peón: no sabe que a veces sostiene una posición.
Poesía pura
Algunos opinan que en la poesía pura no deben intervenir elementos didácticos; otros han prohibido los elementos filosóficos, políticos, raciales, científicos; otros, los valores musicales, como el ritmo y la rima. Sería bueno escribir un poema purificado según todas estas recomendaciones: no quedaría nada.
Se cree que el problema de la poesía pura es un gran problema porque es interminable, olvidando que también eran interminables las disputas medievales sobre cuántos granos de trigo forman un montón. En realidad, los logísticos modernos dirían que tanto uno como otro son seudoproblemas de definición: dada una definición se termina la disputa, que simplemente se debe a que cada uno habla de algo diferente.
En general, todos los conceptos en que entra la palabra pura, son sospechosos de escolasticismo: poesía pura, raza pura, música pura. Propongo la siguiente definición: poesía pura es toda poesía exenta de impureza. Puede parecer irritante, pero hay que reconocer que es irrebatible.
Porvenir de la ignorancia
Dice Bertrand Russell que las explicaciones populares de la relatividad dejan de ser inteligibles justamente en el momento en que comienzan a decir algo de importancia. Excelente síntoma de lo que pasa con los conocimientos actuales y anuncio de la catástrofe futura.
El Universo es diverso pero también es uno: por debajo de la infinita diversidad ha de haber una trama unitaria que debe ser descubierta mediante esfuerzos de síntesis; pero cada día que pasa va siendo más difícil realizar las síntesis por la creciente abstracción, complejidad y masa de hechos diversos que hay que abarcar; y cuando surge alguno capaz de un esfuerzo de universalidad —como Whitehead— es parcialmente entendido y equivocadamente juzgado.
Por otra parte, un Whitehead no es universal en el sentido en que lo era Leonardo, quizá el más completo de esta fauna en extinción. Esta clase de hombres se interesa por el universo total: por lo concreto y por lo abstracto, por lo intuitivo y por lo conceptual, por el arte y por la ciencia. Pero el desarrollo de estas distintas fases de la actividad humana ha ido obligando a la especialización.
¿Quién es hoy a la vez capaz de pintar como Velázquez, construir una teoría científica como Einstein y una sinfonía como Beethoven? El solo estudio de la física hoy lleva toda la vida; ¿cuándo aprender a pintar como Velázquez, aun suponiendo que se tengan condiciones naturales como él? ¿Y cómo aprender todo lo que la química, la biología, la historia, la filosofía y la filología han hecho por su lado? Y, sobre todo, ¿quién ha de ser capaz de realizar la síntesis de este mundo casi infinito?
A los hombres de espíritu universal sólo les queda el recurso de la melancolía. Ya Valéry representa un poco esa situación, en que la realidad será suplantada por un conjunto de añoranzas y de insatisfechos deseos de universalidad. En Passage de Verlaine cuenta cómo veía pasar al poeta casi todos los días: flanqueado por sus amigos, asombraba la calle con su majestad brutal y sus bárbaras palabras, deteniéndose de vez en cuando para dar salida a sus invectivas; algunos minutos antes pasaba un hombre de una especie diferente, encorvado, grave, silencioso, de mirada ausente y fija, moviéndose con torpeza en un universo de los tantos geométricamente posibles: Henri Poincaré. Dice Valéry: Me era necesario elegir, para pensar, entre dos órdenes de cosas admirables que se excluyen en sus apariencias, que se asemejan por la pureza y la profundidad de sus objetos…
¿Cuánto hubiera dado entonces Paul Valéry por ser algo así como la suma de Verlaine y Poincaré? Pero Atenas estaba ya muy lejos y también lo estaba el Renacimiento. Sólo restaba soñar con Leonardo y añorar l’uomo universale.
El futuro estará en manos de especialistas, lo que no creo pueda ser motivo de orgullo o alegría; hay muchas personas que desconfían cuando ven a un hombre como Whitehead hablar de política o de moral: creen que ignorar a fondo la lógica, la ciencia y la filosofía es un buen antecedente para constituir estadistas y sociólogos.
La ciencia moderna —y sobre todo la técnica— deben tanto al especialista que el hombre de la calle, siempre dispuesto a la adoración de fetiches, ha creado el fetichismo de la especialización, confundiendo una lamentable consecuencia del progreso de la ciencia con su motor principal.
No es que quiera negar el valor de la especialización: las ciencias han llegado a un grado de desarrollo tal que un hombre está condenado a especializarse, si quiere llegar hasta el frente donde se lucha con lo desconocido; también es cierto que el enorme aporte de hechos por los especialistas ha sido y es constantemente factor de progreso (basta recordar el descubrimiento de la radiactividad, del efecto fotoeléctrico y tantos otros). Pero es necesario observar que los grandes avances del pensamiento científico no están constituidos por hechos sueltos sino por teorías, por síntesis conceptuales, y no se comprende cómo los especialistas puedan ser capaces de realizar síntesis que desbordan el campo de su actividad. Un especialista es Madame Curie, que aísla pacientemente un nuevo elemento químico; un hombre de síntesis es Einstein, que reúne en una gran teoría miles de pequeños hechos aportados por especialistas. Es la distancia que hay entre un investigador común y un genio.
Un hombre es capaz de realizar síntesis sólo en la medida en que es capaz de elevarse sobre su propio territorio para determinar, a vuelo de pájaro, su situación respecto a los territorios vecinos. Pero a medida que pase el tiempo la vida en cada uno de ellos se va haciendo más complicada, más rica; el lenguaje, que era una variedad dialectal de la lengua madre, se separa, se convierte en algo autónomo y parcialmente incomprensible para el vecino. Cada día se hace más difícil encontrar los vínculos, el rastro materno. El dilema es irremediable y parece que hemos de chocar con un límite, más allá del cual todo progreso será imposible.
La evolución de la física es ejemplar, por ser la más simple de las ciencias de la naturaleza y, por lo tanto, la que ha llegado más lejos. Como en todas las ramas del conocimiento científico, su marcha ha sido marcada por sucesivas unificaciones. Newton demuestra que la caída de un cuerpo y el movimiento de un planeta son fenómenos regidos por la misma ley; Oested y Faraday demuestran que la electricidad y el magnetismo no son autónomos sino dos expresiones de una misma realidad: Mayer y Joule demuestran que el calor y el trabajo están esencialmente vinculados; los físicos de hoy intentan unificar los fenómenos gravitatorios y electromagnéticos.
Pero cada unificación ha sido más difícil que la anterior, y a medida que se ha ido avanzando ha parecido que se acercaba al límite de lo racionalizable. En un momento se creyó que los cuantos eran ese límite; más allá se extendía el vasto y extraño continente de lo irracional. Como en una casa desconocida y sin luz, los físicos ambulaban ciegamente, sin acertar con las puertas y escaleras. La física de antaño, clara y lógica, cumplía con su misión fundamental: explicaba y preveía. Ahora, los hechos son raros y a menudo vienen sin que nadie los espere; luego, los teóricos inventan complicadas hipótesis para justificarlos. La especialidad de la física actual parece ser la profecía del pasado. ¡Qué lejos están los buenos tiempos de Leverrier, cuando un astrónomo, sentado en su escritorio, con lápiz, papel y una máquina de calcular descubría un planeta! Ahora estalla un átomo de uranio y los físicos, confusos, pero siempre vanidosos, tratan de asegurarse la paternidad del estallido con abundantes telegramas post factum.
Metidos en una maraña de ecuaciones, los hombres de ciencia son observados con suficiencia por filósofos que, no habiendo querido tomarse el trabajo de comprenderlos, prefieren hacer de espectadores y extraer, de vez en cuando, apresuradas conclusiones a partir de frases que no entienden. Así pasó con el principio de Heisenberg: se creyó que revelaba el libre albedrío de la materia; se imaginó que la ciencia apoyaba postulados irracionalistas; se vinculó este fenómeno con el auge de la subconciencia, estableciendo alguna vaga vinculación entre Freud, Heisenberg y André Breton; se supuso que de algún modo explicaba las guerras y la existencia del mal entre los hombres.
La raíz de este fenómeno es que, simplemente, las cosas se están poniendo muy complicadas; establecer la ley de la caída de los cuerpos es un problema de niños al lado de las complicaciones conceptuales que debe enfrentar la física contemporánea: el espacio-tiempo, la relación entre masa y campo, la unificación de los campos gravitatorios y electromagnético, la racionalización de los postulados cuánticos, la conciliación de la reversibilidad mecánica con la esencial irreversibilidad de los procesos reales.
¿Por qué suponer que estos dilemas marcan el límite de lo racional y no el límite de la capacidad humana agobiada por el peso de una formidable masa de conocimientos y de hechos que es necesario hacer encajar en el rompecabezas? Puede suponerse que es una incapacidad práctica y no teórica para racionalizar la realidad. El desarrollo de la física ha llegado a ser tan vasto que ha impuesto una especialización en cada uno de los capítulos, con el agravante de que esos especialistas cada día se entienden menos entre sí: uno que mide espectros puede ser incapaz de comprender a otro que se ocupa de las teorías del núcleo.
Si esto pasa entre dos físicos que se ocupan del átomo, ¿qué podemos esperar sobre la mutua comprensión de un físico, un biólogo y un sociólogo? El problema se plantea con máxima gravedad para los filósofos. Ciertos optimistas suponen que la filosofía puede prescindir de la ciencia, lo que me parece una curiosa forma de fomentar la universalidad. En los tiempos felices, un filósofo era una especie de suma de los conocimientos de la época: Aristóteles era físico, matemático, biólogo y sociólogo. Con el tiempo, esta condición se convirtió en un lujo; todavía Descartes y Leibniz eran espíritus universales, pero a partir de ellos comienza el éxodo de las ciencias particulares. Algunos piensan que al salir todo esto la filosofía queda tan purificada que no queda nada; parece una opinión exagerada: quedarían la ontología, la gnoseología y la lógica. Es decir, sólo quedaría lo universal. Pero es lícito preguntar: ¿se puede establecer un límite entre lo universal y lo particular? ¿Es acaso posible que un filósofo pueda establecer las leyes generales del ser y del conocer ignorando las ciencias particulares? Los grandes pensadores de todos los tiempos basaron sus investigaciones en la ciencia de la época; pero como la ciencia se ha puesto intransitable, la mayoría de los filósofos han decidido cambiar de sistema y parecen creer que la firme ignorancia de la matemática, de la logística y de la relatividad es una ventaja. No se ve, sin embargo, de qué manera los filósofos del futuro han de poder encarar el problema del espacio, del tiempo y de la causalidad sin la ayuda de la física y de teorías matemáticas como la de los grupos.
No se piense que este es un ataque a los filósofos: es un ataque a la ingenua idea de poderse ocupar de lo universal prescindiendo de lo particular. El reverso de esta ingenuidad es la de los hombres de ciencia, que creen poder ocuparse de lo particular prescindiendo de lo general: es la ingenuidad de los especialistas.
El triunfo de las ciencias positivas en el siglo XIX y la incapacidad de la filosofía idealista para resolver los problemas del mundo físico trajeron el descrédito de la especulación filosófica en el campo científico: los físicos, químicos, biólogos y hasta psicólogos se jactaron de ignorarla y aun de detestarla. En esa época pareció que para investigar la realidad bastaba con pesar, tomar temperaturas, medir tiempos de reacción, observar células a través de un microscopio. Se originó un tipo de físico que sólo tenía confianza en cosas como un metro o una balanza y que despreciaba la filosofía; y esta tendencia se extendió hasta alcanzar a hombres alejados de la ciencia, pero que admiraban su precisión (Valéry). El Dios de los filósofos ha imaginado un castigo para los que hablan mal de la filosofía, incluyendo a Valéry: que esas habladurías sean también filosofía, pero mala. A estos físicos les pasó lo que a esos campesinos que no tienen fe en el banco y guardan sus ahorros debajo del colchón, que es un banco menos seguro: si se analiza la estructura en que hacían descansar sus observaciones se descubre que no era cierto que no tuvieran una posición filosófica: tenían una muy mala. La falta de un criterio epistemológico les hacía aceptar sin cautela artículos de discutible calidad, bajo la creencia de que un buen instrumento no podía dar un producto execrable. Basta pensar con que un físico de esta clase creía no hacer especulaciones filosóficas cuando medía un tiempo con un reloj. No obstante, se basaba en una hipótesis metafísica —el tiempo absoluto— que invalidaba todos sus resultados experimentales. Ignoraba que un reloj puede ser más peligroso que un tratado de metafísica.
La relatividad y los cuantos iniciaron una nueva era, marcada por un análisis del conocimiento científico: los físicos teóricos tuvieron que convertirse en epistemólogos, del mismo modo que los matemáticos acabaron en la lógica.
El siglo pasado trazó una línea divisoria entre la ciencia y la filosofía que pretendió ser definitiva, pero que apenas ha resultado ser desastrosa. En The Philosophy of Physical Science, Eddington discute las consecuencias de esta actitud: formalmente, todavía se puede distinguir una división entre ciencia y epistemología; pero no es más una división eficiente. La epistemología es el territorio en que la ciencia se superpone a la filosofía, lo que no quiere decir que la física ha de ser hecha ahora por los filósofos que se quedaron en la filosofía; por el contrario, la física actual debe tener una proyección decisiva sobre la concepción del mundo, tal como en el pasado sucedió con Copérnico y Newton. Parece lógico pensar que esas síntesis sean hechas por los filósofos; pero sucede que en general los filósofos ignoran la física y es poco razonable abandonar el estudio de las consecuencias filosóficas de la física a las personas que no la entienden. Pero tampoco parece posible que estas síntesis sean elaboradas por los especialistas.
Resulta entonces que estas síntesis deben ser hechas por una especie de matemático-lógico-físico-epistemólogo-gramático. Y hay melancólicos motivos para suponer que este superhombre jamás existirá. Tendría que resolver, en efecto, a más de los problemas de la física, los referentes a la química, a la biología, a la historia; tendría que entrar en la lógica con todo el moderno equipo de la logística y de la teoría de los grupos matemáticos; tendría que vincular lo absoluto con los invariantes de estos grupos, el espacio-tiempo y la causalidad con los problemas filosóficos del progreso, de la moral y de la absolutidad o relatividad de 1os valores estéticos. El lenguaje de estos monstruos también tendría que ser monstruoso: quizá no se hablaría de sustantivos, adjetivos, verbos transitivos e intransitivos; sino de invariantes, relativos, funciones, verbos inmanentes y trascendentes. Este lenguaje dejaría de ser probablemente oral para transformarse en un mudo e imponente desfile de símbolos abstractos, que el hombre de la calle vería con asombro, terror y admiración. La razón —motor de la ciencia y de la filosofía— habría desencadenado finalmente la fe, pues el hombre de la calle, totalmente incapaz de comprender, suplantaría la comprensión por el fetichismo y la fe.
No hay que abrigar, sin embargo, muchas esperanzas en este sentido (si es que un lenguaje y una situación semejantes pueden constituir la esperanza de alguien). Es cierto que el descubrimiento de nuevos aparatos conceptuales podría multiplicar la capacidad mental del hombre, como una palanca multiplica su fuerza física; pero la experiencia ha revelado que el número y complejidad de los problemas crecen con mucha mayor rapidez que la capacidad de comprensión del hombre. Todavía hoy viven hombres como Whitehead; pero los acontecimientos sobrepasarán rápidamente la existencia de estos hombres universales y entonces el pensamiento humano, embarcado alegremente en algún puerto de la costa de Jonia, se encontrará perdido en un oscuro, inmenso y embravecido océano.
Al comienzo era el Caos. Con el nacimiento de la ciencia y la filosofía, el hombre fue ordenando el mundo exterior y tratando de averiguar la idea de su Autor, si lo hay. Así apareció el Cosmos, el Orden, la Ley. Pero el afán de conocimiento desencadena una nueva especie de Caos. Salimos de la ignorancia y llegamos así nuevamente a la ignorancia, pero a una ignorancia más rica, más compleja, hecha de pequeñas e infinitas sabidurías. El mundo que ignoraba Aristóteles era casi nulo: todos los conocimientos de la época cabían en su mente poderosa; no había vitaminas, ni tensotes, ni grupos, ni reflejos condicionados, ni geometrías no euclidianas. Pero la ciencia siguió avanzando y cada avance en la ciencia o en la filosofía significó una nueva ignorancia que se incorporaba al espíritu de los profanos. Cada día nos enteramos de que una nueva teoría, un nuevo modelo de universo acaba de ingresar en el vasto continente de nuestra ignorancia. Y entonces sentimos que el desconocimiento y el desconcierto nos invaden por todos lados y que la ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir.
Simplicidad de la matemática
Existe una opinión muy generalizada según la cuál la matemática es la ciencia más difícil cuando en realidad es la más simple de todas. La causa de esta paradoja reside en el hecho de que, precisamente por su simplicidad, los razonamientos matemáticos equivocados quedan a la vista. En una compleja cuestión de política o arte, hay tantos factores en juego y tantos desconocidos o inaparentes, que es muy difícil distinguir lo verdadero de lo falso. El resultado es que cualquier tonto se cree en condiciones de discutir sobre política y arte —y en verdad lo hace— mientras que mira la matemática desde una respetuosa distancia.
Valores
En la historia del pensamiento nos encontramos a menudo con la ingenuidad de atribuir a Dios nuestros prejuicios éticos o estéticos. Cuando encontramos alguna ley natural que nos halaga o satisface, nos sentimos inclinados a pensar que es una prueba de la existencia de Dios; vanidosamente, el hombre piensa que sólo una divinidad puede conformar sus gustos. Cuando Maupertuis descubrió el principio de la Mínima Acción, sostuvo que era la mejor prueba de la existencia de un Espíritu Ordenador. No veo por qué —sin embargo— algo que satisface la pobre y limitada mente del hombre ha de ser forzosamente obra de dioses. Vanidad semejante a la que experimentamos cuando un autor nos parece inteligente porque piensa como nosotros.
Publicado 2011/05/01
Créditos de las fotografías:
Portada libro «El Túnel»: http://www.abebooks.co.uk/servlet/BookDetailsPL?bi=854275468
Sábato y Vargas Llosa: Public Domain. https://en.wikipedia.org/wiki/Ernesto_Sabato#/media/File:Sabatovargasllosa.jpg