Artículos Columnas

El arte como salvavidas: una urgencia para el equilibrio del SER


El arte como salvavidas: una urgencia para el equilibrio del SER

Por Pilar Vélez

“A una persona se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad de elegir su actitud frente a cualquier circunstancia.”
Viktor Frankl

No sé si es cuestión de la edad, o de esa madurez que por fin se asoma… pero en esta columna —que parece más bien mi confesionario— admito la gran tribulación que siento al ver lo que sucede en este mundo que cada vez se vuelve más pequeño, más cercano.

Seguro a usted le sucede lo mismo que a mí: las realidades que enfrentamos a diario, nos ocurran a nosotros o a otros en algún rincón del planeta, nos conmueven y nos invitan a reflexionar. ¿Cómo estar ajenos a las guerras, la violencia, el extremismo, los regímenes, todos esos cánceres que a veces parecen ganarle la batalla al amor, a la paz, a la fe…? Y podríamos caer en ese abismo de desilusión, pero ese no es el camino correcto.

Quisiéramos cambiar el mundo, aliviar el sufrimiento, sembrar paz, alimento y esperanza. Y, sin embargo, ante la magnitud de los acontecimientos, me descubro preguntándome cómo puedo aportar algo bueno, aunque sea con un pequeño aleteo de mariposa.

Justo en estos días, llegó a mis manos un libro que parece haber llegado en el momento perfecto —los libros siempre lo hacen—: El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. Leerlo ha sido un recordatorio profundo de que, incluso en medio del dolor más insoportable, los seres humanos podemos encontrar un propósito, y que nuestra actitud frente al sufrimiento puede ser, en sí misma, una forma de resistencia luminosa. Creo firmemente que cada uno de nosotros tiene mucho por dar, y que nadie llega a este mundo con las manos vacías.

Es cierto que no todos podemos tomar grandes decisiones como lo haría un presidente o alguien en una posición de poder. No obstante, nuestras áreas de influencia —el hogar, el trabajo, la comunidad más cercana— son terreno fértil para sembrar cambios positivos. Pero ese cambio, para ser auténtico y sostenido, debe comenzar dentro de nosotros. Es en el propio SER donde se gesta la transformación más profunda, esa que luego irradia hacia el entorno. Uno de esos cambios, íntimos y poderosos, puede darse a través del arte.

En mi caso, la escritura ha sido refugio, alegría y crecimiento, incluso en los días más difíciles. Por eso, al hacer esta reflexión, sentí la necesidad de escribir este artículo, con la esperanza de que sea de utilidad e inspiración para quien lo lea.

El arte es también una forma poderosa de expresar nuestros sentimientos, ideas, propósitos y anhelos. A veces lo vemos reflejado en obras que marcaron épocas, como el Guernica de Picasso durante la dictadura de Franco, o en los girasoles rebeldes de Van Gogh, que sobreviven a su tempestad interior. Lo escuchamos en una sinfonía, lo saboreamos en un plato de comida hecho en casa o en el más fino restaurante. El arte está en muchos rincones cotidianos que no siempre vemos, reconocemos o valoramos. Abrir el espíritu al arte es como aprender a mirar de nuevo: es reconocer, dejarse tocar, transformarse… y multiplicarse.

Cuando se vive con consciencia, el arte puede convertirse también en un estilo de vida. Despierta una sensibilidad que quizá estaba escondida o ignorada. Nos invita a detenernos, a respirar, a mirar hacia adentro. En ese sentido, el arte puede ser un espacio de meditación, de reconciliación, incluso de propósito. No digo que reemplace un sistema de creencias o una religión, pero no se puede negar que es un alimento poderoso para el SER. Un alimento que nutre sin imponer, que libera sin destruir, que acompaña sin pedir nada a cambio.

Numerosos estudios confirman lo que los artistas han sabido desde siempre: cuando nos sumergimos en el acto creativo, nuestro cerebro libera tensiones, fortalece su plasticidad y expande sus capacidades cognitivas. Pintar puede ayudar a procesar el duelo; la música, devolver la voz a quienes el trauma dejó en silencio; y la danza, reconciliarnos con nuestro cuerpo. El arte es, en esencia, una medicina para el alma que no caduca ni genera efectos secundarios.

A lo largo de la historia, encontramos incontables ejemplos de cómo el arte ha sido refugio y salvación. Frida Kahlo, desde su lecho de dolor, creó obras que transformaron el sufrimiento en símbolos universales de resistencia. Beethoven, incluso sordo, compuso algunas de sus obras más sublimes. Estos casos revelan que el arte no solo nace de la vida: a menudo la sostiene y la rescata.

Hoy, muchas ciudades han hecho del arte un motor de transformación. Medellín, Colombia, pasó de ser una de las urbes más violentas a un referente de innovación social, gracias a bibliotecas-parque, murales y festivales de poesía. En la Comuna 13, colectivos como Casa Kolacho iniciaron talleres de grafiti y música hip hop que hoy son modelos internacionales de arte comunitario.

Barcelona, con el legado modernista de Gaudí, y Berlín, que convirtió su antiguo muro en una galería de libertad, son otros ejemplos. Oaxaca respira arte en sus tejidos y tradiciones; Melbourne lo imprime en sus calles. Cada ciudad cuenta una historia de resiliencia a través de sus expresiones creativas. Estar rodeados de arte nos da la sensación de un diálogo permanente con el tiempo y el espacio. No se trata de un culto al silencio ni a la fugacidad, sino de una forma de presencia profunda, viva y consciente.



En Miami, Wynwood nos presta su voz: con sus muros cubiertos de arte urbano, vibra como un símbolo de integración cultural. Desde nuestra organización, Milibrohispano, nos esforzamos por avivar el sentimiento cultural hispano y fortalecer la identidad a través de la celebración anual del Hispanic Heritage Book Fair, donde la literatura se convierte en un puente vivo entre generaciones y nacionalidades. Allí, las palabras también son arte: vivas, necesarias, sanadoras.

Fomentar el arte no puede quedar relegado a las élites ni a programas escolares opcionales. Debe respirarse en los hogares, integrarse en la enseñanza desde la infancia y ocupar un lugar protagónico en las políticas culturales. Cada niño que descubre el arte es un ciudadano más capaz de escuchar, de comprender al otro y de imaginar soluciones creativas para su tiempo.

El arte no pide credenciales ni títulos; pide presencia, apertura y deseo de crear. Nos recuerda que, incluso en la oscuridad, podemos trazar líneas de luz. Si queremos una sociedad más sana, más empática y más inteligente, debemos cultivarlo como cultivamos un jardín que nos alimenta y nos sostiene.

El arte, entonces, no es un escape ni una forma de meter la cabeza bajo tierra como un avestruz frente a la tragedia humana. Es, más bien, una respuesta vital: una manera de sostener el equilibrio del SER cuando el mundo parece desmoronarse. Es el gesto que nos permite expresar lo que a veces las palabras no alcanzan a decir; la vía para transformar la impotencia en creación, la angustia en belleza, el silencio en significado.

Y quizás, cuidando de nuestro propio SER —desde ese espacio íntimo donde el arte cobra vida—, la suma de nuestras acciones y manifestaciones creativas abra una puerta que, muchas veces, la razón por sí sola no puede encontrar. Porque cuando el arte nos habita, no somos espectadores pasivos: somos sembradores de luz en medio de la oscuridad.

“Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.”
Viktor Frankl