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Cuando la literatura da vida a los ancianos


Pascual es un abuelo residente de uno de los cinco Hogares de Ancianos de la localidad de Vicente López en Argentina. Permanece sentado frente a la ventana. Su mirada escruta esperanzado algún punto perdido en el exterior. Ese día, como casi todos, tampoco tendrá la visita de algún familiar. Amalia, a un par de metros, adivina la tristeza de Pascual e intenta animarlo: «¡Hoy es martes! ¡La señora Olga dijo que vendría!».

Olga Sain es escritora con una dilatada trayectoria. Como académica y embajadora cultural debe recorrer varios países con relativa frecuencia. De un tiempo a esta parte, dejó la actividad profesional en el estudio que compartía con su esposo Julio para dedicarse de lleno a la labor literaria. Lo hace desde una concepción que signa sus proyectos: si la literatura ayuda al crecimiento y desarrollo cultural, debe ir de la mano con acciones sociales en favor de la inclusión y dignificación de la persona. Cada semana recorre distintas instituciones que alojan a adultos mayores. Muchos de los internos conservan visión suficiente para leer, aún mediante el uso de anteojos. Olga ha conseguido, no sin esfuerzo, varios grabadores de audio donados. También compra o consigue en préstamo los libros que los ancianos eligen, en muchos casos porque les regresan recuerdos de su infancia o juventud. El personal de enfermería que les atiende participa entusiasmado del proyecto: los ancianos grabarán la lectura de cuentos, poesías, novelas y obras de teatro. Estos registros luego serán procesados para alojarlos en discos compactos o pen drive. Por último, en este mágico puente de comunicación, niños de jardines infantiles y escuelas recibirán y escucharán ese material como si sus propios abuelos les estuvieran leyendo. Las grabaciones asimismo llegarán a los oídos de ancianos que, internados en otros asilos, no tienen la vista necesaria para leer.

Amalia se apresura a salir al encuentro de Olga y le pregunta con ojos resplandecientes: «¿Me los consiguió?». La mujer asiente con una sonrisa y una tierna caricia en el hombro de la ansiosa abuela. Amalia le había confesado que en su juventud le apasionaba leer los cuentos de Horacio Quiroga, y que disfrutaría grabándolos para que otros los escucharan. Olga va sacando uno a uno los libros de su bolso. Se detiene ante aquel que muestra una reposera en su tapa beige. Lo levanta en alto en dirección a uno de los internos, quien no resiste la alegría y aplaude. Le había solicitado a la señora Sain que le consiguiera La montaña mágica, uno de los libros por los que Thomas Mann ganara el premio Nobel en 1929, y que la memoria del abuelo asociaba con su pasado laboral en un centro médico.

Olga parece haber previsto todo. Para quienes no pueden participar de la lectura por su escasa visión, ha llevado lana para realizar tejidos y numerosos elementos que serán utilizados en la fabricación de pequeñas artesanías. Ella también teje al propio tiempo que las abuelas del hogar. Al mes siguiente, tendrán una cantidad importante de gorros y cuellos que abriguen a niños con carencias. Antes de marcharse, recorre silenciosa las habitaciones en las que los ancianos ya han comenzado a grabar los relatos. Algunos se apasionan al punto de terminar en día con el feliz cansancio de haber leído un libro completo. Olga desborda de alegría al saber que en pocos días más, varios niños y adultos estarán escuchando aquellas grabaciones. Sonríe al comprobar que ha logrado ser un eslabón entre la literatura, la comunicación y la inclusión social.

En mitad de la semana, un pequeño milagro se produce como logro adicional de la actividad. Su hija visitó a María Elena. La encontró sumamente entusiasmada en la lectura de una novela romántica. Le propuso que realizaran la grabación juntas. Al día siguiente regresó con otro ejemplar del mismo libro. Registraron en audio alternándose en los párrafos leídos. Desde ese día, María Elena comenzó a recibir la visita de su hija con inusitada frecuencia. La literatura, la finalidad solidaria de las grabaciones y el tiempo compartido, lograron redescubrir y fortalecer el vínculo entre madre e hija. María Elena guarda con cuidado el grabador en su mesa de noche. Su hija, tras darle un apretado abrazo y llenarla de besos y caricias, cruza la puerta de salida de la institución pensando en los nuevos libros que ha de comprar.

Pascual parado tras la ventana la ve alejarse. Aprieta fuerte contra su pecho El jugador de Dostoyevsky. Se esfuerza para que no asome ninguna lágrima. Da media vuelta. Observa la imagen de la ruleta en la tapa del libro. Sonríe. Con paso tranquilo se encamina a su habitación dispuesto a continuar con la grabación. Su número preferido es el diecisiete. Algún día la bolilla caerá en su casillero y él también recibirá afortunado la visita de algún familiar. Por el momento, encuentra en Olga Sain un oasis para su desierto.


Por Gustavo Abel Di Crocce