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Cuando un libro es la única ventana  


Cuando un libro es la única ventana

 Por Pilar Vélez

Hay momentos donde la vida se vuelve estrecha.
Un hospital. Una celda. Una soledad demasiado grande.
Cuando el mundo exterior se encoge, los libros pueden convertirse en ventanas abiertas, en alas que nos sacan —aunque sea por un rato— del encierro.

Un libro puede ser consuelo, pero también puede ser revolución.
Puede ser una voz que acompaña, una luz que guía, o una explosión de ideas que nos recuerda que pensar es también un acto de libertad.

En un mundo que lo cura todo con una pastilla, a veces la mejor medicina es un buen libro.
Sus efectos secundarios incluyen conocimiento, imaginación, creatividad, consuelo, risa, armonía espiritual, asombro y transformación. Un libro no necesita receta médica, y su costo es mínimo frente al impacto que puede tener en nuestra salud emocional y mental.

Un solo libro puede cambiar un estado de ánimo, una creencia, incluso una vida. Y lo hace sin invadir, sin imponer. Solo abre la puerta. La lectura entra cuando uno está dispuesto a escuchar.

¿Qué libro te salvó a ti?

Tal vez fue en la infancia. Tal vez fue hace poco.
¿Recuerdas ese libro que llegó justo cuando lo necesitabas?
Ese que parecía hablarte directamente, como si hubiera sido escrito para ti.
Los libros tienen esa extraña y poderosa capacidad: hablarle a la herida sin nombrarla, ofrecer compañía sin invadir.

Yo he tenido muchos así. Juan Salvador Gaviota, El Principito, los poemas de Neruda, las cartas de Chéjov que me mostraron la ternura en lo cotidiano. Y Rilke, siempre Rilke, que me enseñó a ver el alma como un jardín que florece en silencio y poesía. (Mi lista de libros «medicinales» es extensa…)

“Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe. Cúlpese a sí mismo de no ser lo bastante poeta para invocarle sus riquezas.” —Rainer Maria Rilke

Los libros que nunca se van del corazón

Hay libros que se quedan contigo como una melodía susurrada, inagotable en el tiempo. Cada relectura es un soplo de frescura para la memoria y un festín para el alma. Al abrirlos, te vuelves cómplice o hechicero, husmeando entre sus páginas como quien desentierra una receta olvidada, una flor seca o un recuerdo dormido que espera para abrazarte.

Federico García Lorca me enseñó que la poesía también llora, también canta, también sangra. Su obra es un puente entre lo humano y lo sagrado, entre la tierra y lo invisible.
Mafalda, con su ironía brillante, sigue haciéndome reír y pensar. Quino supo darnos una niña que cuestiona el mundo, pero que nunca deja de tener fe en él.

También están esas lecturas que nacen del gesto más simple y más amoroso.
Mi abuela solía comprarme minilibros amarillos, del tamaño de una caja de fósforos. A veces llegaba a casa con uno de esos pequeños tesoros envueltos en su sonrisa. Eran fábulas de Esopo. Cortas. Brillantes. Eternas.
Aún hoy, cuando leo una fábula, mi corazón viaja al pasado, y me encuentro otra vez sentada en el suelo, con rayos de sol entrando por la ventana, abriendo esas páginas diminutas que parecían contener el mundo entero.

No puedo olvidar aquel primer libro, aunque en verdad no era un libro entero. Eran apenas unas cuantas hojas sueltas, un poemario mutilado de Julio Flores, sin portada ni abrigo, que mi madre trajo consigo en una maleta, cruzando la frontera de Venezuela hacia Colombia. Lo encontré a escondidas, y lo “robé” como quien roba un trozo de eternidad. Era poesía pura, desnuda, brotando versos en páginas vencidas por el tiempo.
No sabía entonces que aquel hallazgo clandestino sería la semilla silenciosa que marcaría mi vida para siempre.

Hay libros que no solo se leen: se viven, se pierden, se lloran.

El primer libro que compré con mi primer sueldo fue a crédito. Tenía 18 años y lo elegí sin dudar: la Antología poética de Pablo Neruda. Lo había llevado conmigo para leerlo mientras cuidaba a mi padre moribundo. Pero lo perdí. Lo dejé olvidado en un taxi, en la ciudad de Pereira.
Pocos días después, mi padre murió.
Aquel libro —tan recién mío— se desvaneció con él.
Sin embargo, cada vez que pienso en la pérdida de mi padre, recuerdo también la pérdida de ese libro. Luego llegué a Cali, y durante meses seguí pagando, en cuotas, el valor de un libro que ya no tenía. (Tal vez no he dejado de hacerlo). Ese fue el precio —poético, inevitable— de haber amado un libro con toda el alma. Es el libro que nunca repuse en mi inventario de libros. Tengo todos los libros de Neruda, pero ese libro azul con la hoja bordada en oro, era especial. Y esa es otra enseñanza que la lectura deja: no siempre lo importante es conservar el libro. A veces basta con haberlo tenido, aunque sea por un momento.

¿Qué libro te hizo mirar el mundo al revés para entenderlo mejor?

Uno de esos libros, que releo con el mismo asombro con que lo descubrí por primera vez, es Rebelión en la granja, de George Orwell. Una fábula política disfrazada de cuento, que no pierde vigencia y que, con cada lectura, revela una nueva capa de humanidad, de advertencia y de ironía. Orwell me enseñó que los libros también pueden abrir los ojos con crudeza, que a veces lo que más necesitamos no es un refugio, sino una revelación. Ese libro me ha acompañado en distintas etapas de mi vida, y siempre logra estremecer mi conciencia.

No todos los libros vienen a consolar. Algunos llegan a sacudirnos el alma.

Pienso en Slaughterhouse-Five de Kurt Vonnegut, donde aprendí que el tiempo no es línea recta, sino presencia múltiple. La novela, protagonizada por Billy Pilgrim, un soldado que salta involuntariamente en el tiempo, retrata con crudeza la tragedia del bombardeo de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial y combina la ciencia ficción con la crítica antibélica. Es un libro desconcertante, satírico y profundamente humano, que revela cómo la guerra deja cicatrices que ni el tiempo puede ordenar.

Pienso en Murakami, en sus portales invisibles, en los gatos que hablan, en las verdades que se encuentran más allá de la lógica. Con cada libro, Haruki Murakami me ha llevado a Japón, a despertar tesoros valiosos de su cultura, a contemplar el silencio y lo invisible, y a tratar de entender el mundo desde sus ojos rasgados. Su obra es una exploración de lo cotidiano atravesado por lo fantástico, donde lo real y lo simbólico se funden para revelarnos que la vida, muchas veces, es más misteriosa de lo que nos atrevemos a imaginar.

Y cómo no mencionar a Carlos Ruiz Zafón y su obra La sombra del viento, parte de la saga del Cementerio de los Libros Olvidados. Ese universo literario lleno de misterio, libros escondidos y personajes inolvidables me hizo amar aún más el acto de leer. Zafón logró crear un santuario para los lectores, y confieso que lo extraño. Hubiese seguido leyéndolo siempre. Cada uno de sus libros parecía susurrar: «no estás solo, mientras recuerdes las historias».

Recuerdo también La historiadora, de Elizabeth Kostova, que me llevó a desafiar mis propios miedos. Leerlo fue un viaje tan intenso, tan oscuro por momentos, que por las noches lo dejaba boca abajo y lo cubría con una manta, como si de esa manera el espíritu de Vlad el Empalador quedara contenido entre sus páginas. Era una forma de protegerme… y al mismo tiempo, de rendirme ante su poder.

Mi nombre es rojo, de Orhan Pamuk, no solo me trasladó a otra época, sino que me hizo redescubrir nuevas formas de narrar, de mirar el arte y el lenguaje.
Y Madame Bovary, esa joya pulida con paciencia y profundidad, me mostró los matices de lo humano, las contradicciones, las búsquedas que arden en silencio. Es una obra que no se olvida.

Leer es un diálogo. ¿Con quién estás conversando hoy?

A veces, ese libro que transforma nuestra vida no es una novela ni un ensayo, sino una Biblia o un libro sagrado. En él nos refugiamos, y sobre sus fundamentos diseñamos nuestra manera de entender el mundo. Nos ofrece consuelo, guía, y una visión espiritual que moldea nuestra conciencia. Para muchos, ese libro no solo se lee: se vive. Y su mensaje, transmitido de generación en generación, acompaña decisiones, sostiene la fe y fortalece el alma.

No leemos solos.
Leer es entrar en diálogo con una voz que nos encuentra, aunque haya sido escrita hace siglos o en otro idioma. Y esa voz —si estamos atentos— nos cambia. Nos acompaña. Nos desafía.

Algunos libros no terminan cuando se cierran.
Siguen hablándonos en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones, en nuestras conversaciones.
Nos construyen. Nos habitan. Nos transforman.

A veces, el libro termina para el autor, pero no para el lector.
Porque el lector sigue escribiendo sus propias páginas: en los recuerdos que despiertan las palabras, en las emociones que se quedan flotando, en el diálogo íntimo que la lectura activa en su interior.
Aunque olvidemos los títulos, las líneas exactas, o incluso el nombre de quien lo escribió, el libro permanece. Lo que nos tocó no desaparece. Vive con nosotros, en lo que hacemos, en cómo miramos, en cómo amamos.

Piensa en ti, ahora mismo… ¿qué necesitas?

¿Una historia que te haga reír?
¿Un poema que te permita llorar?
¿Una novela que te dé sentido al caos?
Hay un libro para cada emoción. Para cada duelo. Para cada despertar.

A veces, lo que necesitamos no es una cura, sino una conversación.
Una historia que se atreva a entrar en el silencio.
Un cuento que ilumine. Un ensayo que abra una puerta.
Un libro que nos recuerde quiénes somos.

Escribir también es sembrar ventanas

Este artículo no es solo una invitación a leer. Es también un llamado a escribir.
A no subestimar nuestras palabras. A recordar que lo que vivimos, sentimos y nombramos puede ser luz para alguien más.

Quizás ese poema que dejaste en el cajón, ese diario olvidado, ese cuento que escribiste sin pensar…
pueda convertirse en el bálsamo que alguien necesita. Porque los libros no solo se leen. Se heredan. Se susurran. Se vuelven parte de quienes somos.

Una confesión personal 🙁

Tengo muchos libros en mis estanterías que aún no he leído.
(Sí, a mí también me apena lo que no he leído.)
Cuando me preguntan qué leo, suelo decir que leo casi de todo, porque cada vez que una pregunta o una inquietud relevante me atraviesa, busco la compañía de un buen libro.
No siempre sé cuál es el indicado, pero confío en que sus páginas me encontrarán.
Los compré porque algo en ellos me llamó, aunque no fuera su momento. Y los conservo porque sé que, cuando los necesite, estarán allí: pacientes, silenciosos, listos para conversar. Sé que llegará el instante exacto en el que uno de ellos se abrirá y me hablará con la voz justa, con la verdad precisa.

Borges dijo en una entrevista que imaginaba el paraíso como una gran biblioteca. Y yo lo entiendo. Porque leer y escribir son regalos maravillosos. Gracias a los libros he aprendido a mirar hacia dentro y hacia fuera, …a tender puentes, a vivir dentro de mis preguntas con curiosidad y humildad. Leer me ha salvado muchas veces, y me ha devuelto, siempre, a la dicha de sentirme viva. De imaginar. De pensar. De compartir.

Una invitación final…

Piensa en los libros que te marcaron.
Vuelve a ellos.
Y luego, dona uno. Regala uno o varios (mejor). Lee uno en voz alta. Escríbelo.
Disfrútalo como un buen vino o un café: lentamente, con todos los sentidos despiertos.
Comparte historias como quien ofrece una linterna en medio de la noche.
Alguien, en algún lugar, te lo agradecerá sin siquiera saber tu nombre.

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Créditos de las ilustraciones: ChatGPT


Sobre la autora

Pilar Vélez es escritora, poeta y promotora cultural colombiana radicada en Estados Unidos. Fundadora de la organización Milibrohispano, ha dedicado su vida a fomentar la literatura y a construir puentes entre culturas a través de la palabra escrita. Su obra abarca la literatura infantil, la poesía, la narrativa y el guion, con un enfoque especial en el desarrollo humano, la memoria colectiva y la sostenibilidad. Imparte talleres de escritura creativa y dirige la editorial Snow Fountain Press. Cree en el poder de los libros como herramienta de transformación personal y social. Para ella, leer y escribir son actos de resistencia, de esperanza y de amor.