El mar no es como en las películas
A Syed Mujtaba Rizvi
Por Alexandra Castrillón Gómez
Aamir enciende la radio para confirmar lo que ya presiente: se espera que durante el día la temperatura suba a cincuenta y seis grados centígrados en Jacobabad. Rida llega con pasos arrastrados, cargando en un balde el agua pantanosa del pozo, que está a punto de secarse. Él le sonríe y ella le devuelve una mirada triste.
Tiene que viajar a Karachi, lo ha venido posponiendo por semanas, pensando en que no puede dejar a su hija y sabiendo que es un trayecto muy costoso para ir los dos. Sus hermanos lo han estado presionando para que la entregue en matrimonio, tal vez a Shoaiab o a Saad pero, aunque Rida ya cumplió los quince años, no quiere buscarse una esposa para él y, dejarla ir, sería quedarse solo con todo el trabajo de la granja.
—Empaca, te llevaré a conocer el mar.
Hacen el trayecto en silencio. Diez horas en un minibús por carreteras de tierra. Llegan a dormir donde unos familiares lejanos que ella nunca ha visto y al día siguiente, después de acompañar a su padre al banco, toman un chingchi hacia el McDonald’s de Clifton beach.
La joven recuerda las historias que le contaba su madre. El mar infinito extendiéndose hasta donde alcanza la mirada. La sensación de caminar sobre las nubes al pisar la suave arena de la playa. La felicidad de los niños jugando. La preocupación de los padres cuando los revuelcan las olas.
Mientras cruzan el estacionamiento, Rida le toma la mano a su papá y él puede ver el brillo en los ojos de la chica. El banco le negó el crédito, pero saber que su hija es feliz, aunque sea por unos minutos, le hace pensar que todo ese esfuerzo valió la pena.
El sol está en el punto más alto. A su lado, decenas de personas caminan hacia la playa. Rida percibe un mal olor, como de algo que se pudre y se da cuenta de que hay mucha basura mezclada con la arena. La sonrisa se va transformando en desencanto. La masa humana se mueve como si ellos mismos fueran olas, arrastrándolos hacia el mar. Atrás van quedando las sandalias y los bolsos.
Aprieta la mano de Aamir, suplicándole que no la suelte. El agua les llega a los tobillos y, aunque es refrescante a medida que avanzan, siente que las olas la zarandean haciéndola perder el equilibro. Sabe que su padre tiene miedo, lo escucha murmurar en voz baja una oración. Siente que el pantalón se hace pesado y el agua ya empieza a empaparle el shalwar kameez.
La mano del padre la sujeta con fuerza. Las olas arremeten mojándolos casi hasta el pecho.
El mar no era lo que esperaba, la playa no se parece en nada a las imágenes de la película de Jinnah que tantas veces ha visto.
Aamir la mira, dedicándole una sonrisa. Rida le devuelve una mirada triste.
—Cuando te lo indique, salta con la boca abierta.
—¿Para qué, papá?
—¡Ahora!
Ella obedece. Una ola los atrapa. El dupatta se le enreda en el cuello. Deja de sentir la mano de su padre. El agua salada ahoga el grito con el que lo llama. Odia la playa. Odia el mar. Quiere regresar a Jacobabad. Es demasiado tarde. Para los dos.
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