Monólogo antisocial
Por Susana Illera Martínez
Dicen que, al cerrarse una puerta, de inmediato se abre una ventana. Lo que no dicen —porque quizás no lo han vivido— es que a veces el portazo te deja aterrorizado y no te atreves si quiera a asomarte a esa ventana.
No recuerdo una época de mi vida en la que no haya estado acompañada, siempre rodeada de familia, amigos… ¡más amigos! Constante compañía y atención desmedida. —¡Ella es tan sociable! —más que un adjetivo, se trataba de una cualidad asumida sin vacilación; sin embargo, últimamente me siento un poco antisocial.
Si, ya sé lo que vas a decir: ¿lo disimulo muy bien? Siempre carismática, con una sonrisa y una agenda llena de actividades. Eso no quiere decir que no sienta deseos de imitar a mi gato y esconderme debajo de las cobijas y así pretender que soy completamente invisible para el mundo.
Quizás en ese lugar oscuro —entre el cubrecama y el piso— logre refugiarme de mis propios asechos, pueda dejar de lado mis ideas absurdas y mis complejos irreparables, mis entrañables memorias y mis pasados inalterables.
Es posible que ahí no se escuche la ruidosa nostalgia, el suspiro mental o la crítica disfrazada de palabra de aliento.
Quizás ahí, en ese cálido pero frío lugar, nadie me encuentre… con excepción claro, de mi gato.