Colaboraciones

La última foto de María

Por Julio C. Garzón

Con el paso de los años, Pedro se había convertido en un adulto de gesto ensimismado y pelo gris. Ya no recordaba con la misma frecuencia de años atrás, a los muertos de la brigada militar acantonada en inmediaciones del barrio. Entre la rutina asfixiante del trabajo de construcción y las obligaciones familiares diarias, el tiempo solo alcanzaba para resolver los desafíos presentes, mientras el pasado indiferente, se le amontonaba en algún recóndito repliegue de la memoria, como las cosas sin uso en el cuarto del olvido.

Esa mañana al ver la foto de primera página del único diario local y leer la información, el recuerdo retornó como por arte de magia, con la misma claridad de los primeros años. Creyó volver a escuchar el ensordecedor rugido de aspas de los helicópteros militares, que diariamente cumplían su rutina fúnebre de las cinco de la mañana, volando desde las alturas de la cordillera hasta los amplios patios de la institución armada.

Luego, se imaginó parado ahí en el inmenso patio de los entrenamientos y las ceremonias castrenses, donde estuvo varias veces a la hora del almuerzo, acompañando a su mejor amigo de escuela, el hermano del teniente Cruz. Con la curiosidad propia de los ocho años, Pedro entendía que el hermano del teniente, era el mejor salvoconducto para entrar a la brigada y tener el exclusivo y mórbido privilegio de ver en primera fila, los muertos de la noche anterior, expuestos como en un matadero de vacas, para los diarios y las autoridades competentes.

La fotografía en blanco y negro era como de costumbre, más elocuente que las palabras. En ella, meticulosamente alineados, aparecían los cadáveres semidesnudos de hombres, mujeres y niños. Hinchados, sangrantes, pálidos cuerpos desfigurados por la metralla y la tortura; en sus rostros se habían congelado el desconcierto y el horror. Era la misma patética imagen de unas cuatro décadas atrás, cuando Pedro cursaba la primaria y sus compañeros lo rodeaban a la hora del descanso, para oír sus lúgubres relatos de la brigada. De regreso a casa en aquellos días, Pedro escuchó muchas veces de boca de su padre, la misma explicación que recordaría sin entender cabalmente por muchos años, y que los vecinos de entonces repetían hasta el cansancio. Era la “violencia” que según ellos, tuvo comienzo un aciago día de abril a fines de los años cuarenta, bajo uno de esos oscuros gobiernos que muchos no querían recordar.

María y Luís, estaban entre las víctimas. Pedro los reconoció desde el primer instante, pero se negó a aceptar el frívolo testimonio del blanco y negro con las mismas excusas con que los vivos se resisten siempre a aceptar la muerte: una equivocación, un fatal parecido, quizás un error de imprenta. Un súbito escalofrío se le atravesó en el estómago al leer los nombres en el pie de foto, mientras un extraño temblor se apoderaba de sus piernas. Las frías cifras de la muerte que ilustraban el artículo adjunto, terminaron por confirmar lo que Pedro se negaba a aceptar en la gráfica.

El amor, las luchas laborales y un fuerte ideal de justicia compartido desde los tiempos del colegio, los había ligado años atrás. Unidos en las tareas sindicales con los cientos de trabajadores dispersos a lo largo de la zona bananera, María y Luís llegaron al poblado dos días antes, para promover la próxima huelga sindical. Las cosas estaban peor que antes. Al azote tradicional de la violencia, el aislamiento y la explotación centenaria por gamonales y caciques políticos de turno, se agregaban ahora las amenazas de grupos armados.

La gente sabía que los siniestros mercenarios de verde olivo con capuchas negras aparecían de repente, como un ejército de ocupación, tomándose las cuatro esquinas de los pueblos, con las listas de los indefensos moradores en la mano. De nada servían los seguros y las trancas atravesadas detrás de las puertas. Lo que seguía era una cacería ignominiosa, cuadra por cuadra, casa por casa, familia por familia. Para que nadie dudara, que eran unos dedicados profesionales de la barbarie, decidieron elevar la tortura y el asesinato al nivel de espectáculo. Cualquier lugar público era apropiado para torturar y fusilar a los señalados y de paso escarmentar y aterrorizar a la población: la plaza principal, el cementerio o la cancha de fútbol. Muy poca gente sabía que el nefasto engendro paramilitar era producto de una diabólica alianza de narcotraficantes y oscuros empresarios, con la velada complicidad de algunas autoridades políticas y militares.

Casi nadie se enteró que en un oscuro aquelarre de matones de oficio, políticos inmorales y traficantes del dolor, al más alto nivel y a puerta cerrada, los auto-proclamados nuevos próceres, decidieron que era la hora de conjurar la rebeldía ciudadana. En un documento secreto, los señores de la muerte y el terror juraban que para ello se requería “refundar la patria”, al precio que fuera necesario.

Esa tarde calurosa, María y Luís se encontraron en “Estampas”, el único bar del pueblo, atestado de parroquianos, comerciantes y forasteros, los fines de semana. Restaurante y cafetería de día, taberna y casa de juego y ligue en la noche, era el punto de partida y regreso para unos y de negocios o diversión para otros. Como de costumbre, desde el interior hasta la calle, los tangos gardelianos, alternaban con boleros inolvidables animando el ambiente hasta muy entrada la noche, mientras las meseras iban y venían febrilmente, vistiendo esas falditas cortas y diminutas blusas de atrevido escote.

La rústica mueblería de madera y taburetes de cuero peludo, alternaban con la tenue iluminación interior de farolillos rojizos y amarillentos. Al fondo, las paredes casi en penumbra, cubiertas de envejecidos dibujos, evocaban algún nostálgico callejón de Buenos Aires, perdido en los mil y un recuerdos del tango.

María y Luis se cruzaron la misma mirada enamorada de la noche anterior, mientras apuraban el último vaso de cerveza, prestos a salir. Fue ella la primera en advertir una incómoda y extraña presencia cercana, que parecía enrarecer el ambiente. En aquella fracción infinitesimal de tiempo, solo atinó a recordar los días radiantes de sol allá en su pueblo natal, abruptamente cortados por gigantescos nubarrones negros, cargados de truenos y relámpagos.

De súbito, en su mirada afloró el presagio lacerante de otros días. No era la primera vez que veía aquel hombre extraño, como un oscuro sueño de mal augurio. Les había observado con atrevida y escrutadora insistencia, por los últimos días, las últimas horas y los últimos minutos, como un escuálido pajarraco negro al acecho de la presa. Solo en ese instante fugaz e inexorable, descifraron tardíamente la mueca de la muerte que se les reveló como un estruendoso relámpago. Al instante, tras una agitada intermitencia, la tenue luz de los faroles se extinguió por completo, como respondiendo a un designio sangriento.

A la explosión que sacudió los más apartados rincones del pueblo, le sucedió un silencio premonitorio, como si el mundo mismo hubiese dejado de existir a las seis y treinta pasado meridiano, bajo las notas musicales de “Cambalache”. El sonido del tango fue lo único que no se detuvo luego del impacto. Solo unos instantes después, el tiempo pareció regresar atropelladamente de su forzada ausencia, acompañado por un coro dramático de gritos de dolor y exclamaciones de auxilio, entremezcladas con nombres y maldiciones que ahogaron la música.

En la capital, los periódicos nacionales apenas si daban cuenta de la masacre en las páginas interiores, sin ponerse de acuerdo en la cifra de muertos. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenían otros veinte o treinta muertos, quizás cuarenta, en un país donde las matanzas eran cosa de todos los días y la gente tenía asuntos tan importantes por resolver, como no perderse el último partido de fútbol, o la parranda del próximo viernes. En una cosa si coincidían todos los periódicos: como ya era costumbre, las autoridades anunciaban “la más exhaustiva investigación”.

No se escatimaría ningún esfuerzo, hasta dar con el paradero de todos los responsables. El gobierno se comprometía solemnemente ante la ciudadanía, a investigar los sucesos hasta las últimas consecuencias y bla, bla, bla. Mientras tanto, se hacía un llamado a la población a mantener la calma y a continuar trabajando como hasta ahora, “por el engrandecimiento de la patria”.

Mientras Pedro leía el último párrafo con una mueca de rabia e impotencia plasmada en su rostro, su mente re-dibujaba olvidadas imágenes, vivencias familiares, noches de tangos y boleros compartidos con María, su hermana, escuchando la radio local. Nunca se imaginó que aquella experiencia lejana en los patios de la brigada militar, se repetiría una y otra vez a lo largo del tiempo, Hasta tocarlo a él, que jamás se metía en conflictos sociales, ni siquiera en los que él mismo llamaba las jodas sindicales.

Julio C. Garzón. Nueva York, junio del 2007.
Colaboración para la Revista Poetas y Escritores Miami