Ahora por fin comprendo, a mis sesenta y tres años, que mi padre estaba equivocado cuando decía: «A la fuerza ni los zapatos entran, m’hija». Así me advertía de niña, arrullándome en la hamaca, a la sombra del framboyán, cuando caía la noche. Cansado, tras haberle “dado a la caña” todo el día —a esa mata ingrata que lo doblegaba, quebrándole la espalda y los sueños—a cambio de un puñado de frijoles, ahí, al vaivén de esa hamaca me aconsejaba, a la hora del zancudo.
Hoy, todavía alcanzo a oír su voz gangosa, curtida por tanto aguardiente y tabaco, que al final, de nada le sirvieron: ni uno ni el otro lograron sosegar sus tristezas. «A la fuerza ni los zapatos entran, m’hija», susurraba y yo, esa niña que cabeceaba en sus brazos, se lo creía.
Se lo creí hasta los trece años, hasta ese día infame que me llevó a la ciudad y me entregó a aquella familia de ricos, porque después de todo, ya era hora de que me ganara la vida, y porque, además, ‘aquí no te va a faltar nada, m’hija, aprovecha lo que bien te den estas gentes; ya sabes que «a la fuerza… ni los zapatos entran». completaba el dicho. Su voz carraspeaba y los ojos se le inundaban de lluvia. Prometí echarle ganas a mi nueva vida, aunque nada me faltaba, que no fuera su olor a humo y a tierra mojada.
Como fue, en esa casa de ricos todo sí que entraba. A la fuerza. Los gritos de la doña entraron por no espulgarbien las lentejas, por no desmanchar las pantaletas, por mal lavar los platos y hablar así, como india de rancho. Entraron los empujones de la cocinera, por estorbarle en la cocina, por desordenarle la despensa y por andar de metiche, espiándola, cuando se besuqueaba con el jardinero. Los pellizcos de las hijas malcriadas entraron también, sin censura, por no haberles tendido la cama, por no haberles hecho bien las trenzas o nada más porque no tenían qué hacer y andaban aburridas.
El patrón entró a mi cuarto un día, sin tocar la puerta. Entró borracho y vehemente a enseñarme que, a la fuerza, todo sí que entra, ¡claro que entra! Con un solo empujón y con un par de cachetadas. A la fuerza, hasta los zapatos entran. Y de nada sirve ponerse terca. Más vale cerrar los ojos y aflojar el cuerpo. Lo mejor es aflojarlo todo. También la conciencia.
Quise hacerle ver su error a mi padre. Viajé descalza, sobre suelas encalladas, de regreso a mi pueblo, pero llegué tarde. En la hamaca, bajo la sombra del framboyán, lo esperé hasta que cayó la noche. Lo esperé esa noche y muchas otras. Lo esperé hasta que cayeron todas las noches, de golpe, sobre mi cuerpo quebrado. Cuando comenzó la quema, corrí por el manto de cenizas, hurgando los escombros del desierto. Volqué piedras, rascando las cicatrices del fuego, removiendo raíces calcinadas, sin encontrarlo. El rumor empolvado que ceñía mis huellas juró haberlo visto, muerto en algún barranco. Se lo llevó la caña y el trago, dijeron. Se lo llevaron a la fuerza, pataleando.
Viajé descalza, una vez más, sobre mis suelas chamuscadas, rumbo al Norte, rastreando aquel puñado de frijoles que tanto eludió a mi padre. Crucé cerros, ríos y fronteras, caminé resuelta, sin más escudo que mi cuerpo taladrado. Así pues, llegué por fin al otro lado. Al lado de los valles irrigados. Al huerto de la abundancia. Fue entonces que yo le exigí todo a la vida.
Sí se puede, a huevo que se puede, ha sido mi lema. Con los ojos cerrados y la conciencia inerte, pero lúcida, he logrado mi quincena, mi techo de ladrillos, una alacena llena y una pila de hijos, y de nietos que nunca he tenido que regalar a nadie. Toda una vida «le di a la manzana», fruta ingrata que encorvó la espalda. Pero mis sueños siguen erectos. Y hoy, por mucho que me aprisionen estas rejas artificiales, nada detiene mi esencia. Como arena en coladera, mi vejez se desliza por las rendijas. Ando libre, a mis anchas, por los campos fértiles. Camino descalza. Huelo a humo y a tierra mojada que día tras día retomo, con este puño artrítico, a la fuerza.
Por María de Lourdes Victoria