Por: María Elena Lavaud.
No es un simple devaneo. Es una unión íntima y armoniosa, aunque es también muchas otras cosas. Cuarentenas: segunda edición, de Héctor Manuel Gutiérrez, más que un libro es un género particular del autor. Es un contrato de matrimonio perfecto entre pluma y lector; es humor, amor, intelecto, sensualidad y libertad para moverse, subir y bajar entre sus páginas. No hay orden ni tiempos; hay contenido.
Inmediatamente después del índice aparece la página siete, en números romanos. Es un primer guiño que inicia con la dedicatoria a su Aida —amiga y compañera— y que termina en la página XXV, con un “connato de prólogo” de la propia cosecha del autor. En medio, una cita de Borges tiene la clave: En aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
Luego de la página XXV, sigue la uno en arábigos. Comienza la poesía. No es un capricho, es un perspectivismo inducido por un autor que se niega a ser etiquetado por títulos académicos —que los tiene y de mucho brillo — y que tienta y seduce con un género literario propio, sus cuarentenas; textos que muerden y no sueltan. Eso le interesa; más el viaje hacia la obra y su contenido, que mostrar el pasaporte del autor.
A comienzos de abril, la librería Books & Books fue el escenario para la presentación de la segunda edición de Cuarentenas, de Editorial Authorhouse. Eduard Reboll, editor de contenidos de la revista Nagari y anfitrión del evento, compartió una reseña en la que resaltó la concentración del autor en los temas de la cotidianidad, las imposiciones del tiempo y el peso de las inquietudes ontológicas.
Esto y más hay en la re-encarnación de un libro que pretende un género propio, sincretismo literario particular y nuevas definiciones salpicadas de humor fino, como el que se lee en la página XIX donde se define el título:
Cuarentena. (Del latín quadraginta, 1206. U.t.c. adj.) f.
Lapso animoadrenaclínico de aproximadamente cuarenta horas, en el cual, sin proponérselo, el escritor se sume en un estado cuasi catatónico que se extiende hasta entradas horas de la noche y culmina, a veces, ya en uno o dos poemas, ya en una especie de semi-narración o crónica producida en primera persona de singular, de estilo avalánchico, asfixiante, insomne y a lo Silva, de tono por lo regular casi serio, y que por estructura y composición, no alcanza la categoría de cuento, asume el nombre del agitado período de concepción e incubación y por lo general no pasa de ser un tema más de discusión en oscuras tertulias.
En todo caso, Gutiérrez muestra y demuestra con sus mecanismos poéticos y estéticos, la relevancia del contacto con el lector; la búsqueda terca del maridaje perfecto entre lo creado y sus posibles destinatarios. De eso conversamos con Héctor Manuel Gutiérrez, nuestro editor de contribuciones literarias en Poetas y Escritores Miami; una charla literaria robusta que compartimos a continuación, a la salud de nuestros lectores.
—Con este tu segundo libro, podemos deducir que poco a poco has logrado instaurarte como un escritor productivo que toma muy en serio su trabajo en el ámbito literario. Desde tu perspectiva de autor, ¿Cómo percibes las impresiones de los críticos respecto a tu obra?
—En alguna de las peñas literarias en que participo con regularidad, ciertos amigos y colegas en la afición a la escritura han expresado que trajino en una especie de estilo barroco caribeño. Unos lo han hecho con la mejor de las intenciones y otros con fino sarcasmo. Sin dejar de reconocer que después de todo, la frase es un juicio crítico, les aseguro que no le di tanta importancia a la improvisada categorización. En ocasiones me he reído y hasta he celebrado la gracia, porque sé que a Lezama Lima alguna vez se le asignó un vocablo por el estilo, señalándosele además alguna carencia en su condición de escritor. Carencia, insinúo, porque el crítico, en su labor de fijar categorías para la posteridad, en ocasiones limita al autor o autora y la singularidad con frecuencia cae en cliché o forzado regionalismo.
—Pareces estar consciente de los atinos y desatinos de los críticos al tratar de calificar o cuantificar tu trabajo.
—Efectivamente, al lidiar con la necesidad de reseñar, el “detractor” primero se acomoda en una caterva de referencias secundarias. En éstas se incluye edad, lugar de origen, academia, preferencia sexual, ideología, más otros pormenores de rigor apenas relacionados con la obra. Una vez superado ese plano, se expone entonces a caminar en arena movediza al ejercer el derecho de exaltar o depreciar. En definitiva, el esfuerzo con frecuencia se convierte en un intento definitorio que más que atribuir, mengua. Convengamos entonces, que el comentario de mis compañeros no fue más que otra ingeniosidad de tertulia. Y es que para mi consuelo, diría, Lezama Lima, se acepte o no, al fin y al cabo es paradigma. De modo que la esperanza es lo último que se agota.
—Creo estar de acuerdo con eso. Con frecuencia la misma crítica no es más que un juego discursivo. Yo diría que a veces la labor del crítico es una empresa en muchos sentidos muy difícil, en la cual se emiten juicios sobre ideas equivocadas. Muchas veces es preferible no hacer caso a sus axiomas y sentencias lapidarias, que como bien dices, son parte de la llamada dialéctica de la ficción.
—Manteniendo la conexión temática, creo comprender el dilema que a veces afrontamos cuando nos toca ensamblar un prólogo o una reseña bibliográfica. No es fácil evaluar a alguien que no es ni aspira a ser parte del canon literario. Sin embargo, me adelanto a decir que en el momento que nos atrevemos a emitir alguna opinión, en realidad ya se empieza a escribirlo.
—Ciertamente. Tendría que aplicarse este principio, primero al auto-evaluarse dentro del esquema de corrección, que debe ser la última etapa en la labor de la escritura.
—Consiguientemente, en un tono más serio, me formulo una situación hipotética en la que alguien me preguntaría cómo veo yo mi propia escritura, cómo reaccionaría ante mis cuarentenas. Si fuera lector y no autor, yo diría que en éstas resalta más un apego a la búsqueda ascendente de conceptualizaciones, que a un juego de vuelcos atractivos y expresiones rebuscadas o simpáticas. Digamos que, como cualquier otro poeta, me enfrasco en un ejercicio epistemológico que apela y hermana, reconstruyendo así mis propias vivencias. En otras palabras, vería en ellas una elaboración un tanto representativa de ciertos temas que, a falta de otro calificativo, son genuinamente existencialistas. En efecto, en pos de mi propia exégesis, trato reiteradamente de evidenciar que me instiga la intención de deliberar en las visiones de mi fragmentada verdad. Otro objetivo, también importante, creo, es dilucidar algunos aspectos de relevancia que espero sean afines a las inquietudes del lector.
—Muy bien, acepto el desafío y me permito participar del juego dialéctico. Se me ocurre entonces preguntarte: en términos generales, ¿cuál sería la opinión más obvia en un primer encuentro con tu obra?
—Adentrándome un poco en las unidades textuales, notaría que cualquiera de ellas parece pedir la incorporación de un elemento esencial a la “coyuntura” o argumento: una aparente [u obvia] musicalidad, como apunto en las dos primeras tiradas de mi Cuarentenas.[1] Allí, en plena caza de este maridaje y recurriendo a la analogía del café, adelantaba que, dentro de mi humilde cosmovisión, la poesía es:
Semisacrificio de envoltura.
Sugerencia sutil
de fuego y alquimia.
Exacto volumen de melaza,
agua y moreno polvo.
Esencia,
no figura.
Empírico tanteo,
mágico impacto de diseño y ánima.[2]
—Ese poema podría muy bien definir, de forma muy general, desde luego, tu modo de abordar la tarea de escribir poesía.
—Ese periplo literario que llamamos poesía, además de indefinible, es, entre ilimitadas posibilidades, instrumento que nos presenta una colectividad de locuciones concebidas en contextos francamente cotidianos. Sin embargo, contrario al criterio de muchos, cuando el poeta, ya en camino a la creación, se sumerge en el campo de la semiótica, no se sienta frente a un diccionario ni busca al azar palabras revueltas en una canasta de apuestas. El creador debe ir aún más lejos, pues con habitual reincidencia, los argumentos que aborda se arrancan dolorosamente del entorno psíquico, tarea nada simple.
—Digamos que las opciones serían innumerables: habría «rocío para todos», como muy bien decía don Pablo Neruda.
—Por cierto, Saúl Yurkievich apelaba a la “omnipluralidad verbal” aún en las más breves incidencias, para estacionarse frente a una miríada de interpretaciones y sustentar sus juicios.[3] En este sentido, yo no sería una excepción y es precisamente lo que propongo cuando sopeso la naturaleza anímica en el proceso de creación:
Poemas hay
consumados
aun antes del parto.
Otros a la deriva,
como inconclusos,
de vísceras formados;
aparecen,
se plasman…
nada más.[4]
De modo que, en términos muy generales, constatamos aquí que las palabras son meticulosa e instintivamente seleccionadas para vehicular la noción o traslación del pensador. Se incorpora entonces una singular cofradía léxica en un juego que podríamos llamar de contrapunto, si se me permitiera alquilar un giro del campo de la música. Al fin y a la postre, en nuestro afán hermenéutico, lo implícito, lo que nunca se dice o está por decirse, nos toca a nosotros lectores escudriñar. Es un componente tan importante como el ensamblaje mismo.
—Cierto; y además es una generalización bastante aceptada, aunque sin duda en tu carrera encontrarás muchos que estarán diametralmente en desacuerdo. ¿No crees?
—Estoy consciente de que esta visión académica podría despertar un irremediable escozor en algún crítico maligno cobijado en Barthes o Bajtín. Sin embargo, no es esa la intención. Reconozco por igual, que mi tesis, además de cuestionable, se puede aparear a cualquier circunstancia: cierto es que, como el resto de mis congéneres poéticos, quizás no soy más que una especie de alquimista. Y admito que como creador tardío que soy, espero sólo espero, que mis lectores detecten ciertas peculiaridades, cierta voz, en el coqueteo armonioso que embebo en mi sistema alegórico.
—Ese coqueteo armonioso, como tú lo llamas parece jugar un papel relevante en tu acercamiento a la poesía, me permito deducir.
—Apoyándome en esa premisa, comparto la opinión de que por razones que se desconocen, el intento en la labor artística alcanza su verdadera plenitud en el encuentro entre el texto y el lector que con suerte responde. Si usamos como referencia que las palabras no son más que unidades filológicas que arbitrariamente el escritor coloca siguiendo su propio orden y capricho, entonces deducimos que estamos ante un proceso o sistema muy peculiar que continúa y crece con lo que aporta el lector. Se puede aquí intercalar el caso de aquella manzana del padre Berkeley a que aludiera Jorge Luis Borges en sus conferencias ante estudiantes de literatura.[5] Así podremos ver que se espera que el intelecto capte o al menos presienta el “código” que certifica ese “sabor” universal que asociamos con la fruta. En otras palabras: los componentes del texto [poema, ensayo, carta, cuento, prosa poética] no existen más allá de su constitución prosaica, de su función nominativa. Estos elementos lingüísticos empiezan a tomar cuerpo dialéctico y propiedad estética en el instante en que se realiza ese soplo epifánico, como lo llamaba Florence Yudin. Es decir, cuando nuestras papilas gustativas las descubren o confirman. A veces el impulso de la creatividad penetra rápidamente nuestra corteza cerebral, más que nada, gracias a ese vehículo armónico o melódico que incita y luego compromete a la entrega en la lectura. Sin embargo, es conocimiento común que en muchas instancias se requiere una segunda y hasta tercera leída para que el “diálogo” se realice. Si el impacto no llega, si el ánimo del texto no nos pulsa, entonces se puede aventurar en otros intentos, aunque éstos resulten fallidos. En dado caso, podríamos quedarnos con la primera impresión y simplemente desechar la obra por superflua o inservible; opción que espero no sea la única entre mis lectores.
—Por algo Borges insistía en que la lectura es una generación más del texto que ya se ha escrito. Cambiando un poco el tema, ¿Crees que se ha perdido un poco el apego a la poesía como insinúan por allí?
—En esta segunda entrega de Cuarentenas, y colmado de ese utópico deseo, concluyo que me incita la idea de proponer que ese “vacío” en la producción poética de las últimas décadas, como han expresado algunos críticos taimados, es una fabricada ilusión o una hondonada más en la marejada del propio devenir de la poesía. En segundo lugar, consciente de que mi trabajo se mantiene alejado del maniqueo de ideologías económicas y pseudo-utilitarias, espero que al final éste se proyecte libre de corrientes mercantiles a la pesca de lectores o consumidores, que es lo mismo. Como punto final, reincido en que la labor del poeta siempre obedecerá a un impulso subjetivo. El texto en todo caso ha de ser una ratificación de la individualidad, no importa qué causa o curso persiga. Cierto es que en este procedimiento el entorno ejerce una acción decisiva, física a veces; no obstante, creo firmemente que la sobrecarga de las circunstancias, se amortigua con una inherente voluntad del que escribe, factor imprescindible en un proceso creativo serio.
—Todo indica que te consideras un autor extremadamente dedicado a tu afición y misión como poeta que lucha por mantener esa cualidad en tu empresa literaria.
—Ahí, en esgrima recoleta, cabalgando en persistente temperamento estético, se sostiene el autor.
—Ahora entiendo por qué eres “el mismo caballero”.
[1] Las citas vienen de la segunda edición, agosto de 2015.
[2] Gutiérrez, 15.
[3] Ver el interesante ensayo introductorio “por una crítica central”, donde enfatiza la fuerza de la lengua para vehicular el proceso de abstracción del creador. Allí dice: “la poesía conecta con lo primigenio del lenguaje, remite a la fuente del sentido, rescata los hontanares de la conciencia” Suma crítica, Fondo de Cultura Económica, 1997, página 10.
[4] Op. Cit. 11
[5] Borges, Arte Poética, p.10