Columnas Creación literaria

Las mariposas


Por Maria de Lourdes Victoria

Los sapos del manglar, cuya faena era mantener el orden de la laguna, tenían un grave problema con las mariposas. No sabían qué hacer con ellas.

—Son una bola de inútiles —opinaban unos—, debemos comérnoslas a lengüetazos.

— ¡Pero son tan bellas! —protestaban otros—, nos encanta que vengan a nuestros lirios a revolotear sus delicadas alitas. ¡Las necesitamos!

—Es cierto —dijo uno más—, todo sapo necesita un revoloteo de alitas de vez en cuando. Sin ellas, ya no podríamos cantarle a la Luna.

El sapo mayor tomó la palabra.

– Hermanos. Los invito a que reflexionen y recuerden todos los problemas que las mariposas nos han causado con su impúdico aleteo. Muchos de nuestros compañeros descuidan sus faenas, persiguiéndolas. Otros, embrujados por ese polvo que esparcen sus alitas, hasta se han ahogado. ¿Cuándo en nuestra historia se había oído de sapos ahogados? Lo peor es el mal ejemplo que le dan a nuestras sapitas quienes de pronto quieren volar. Eso, hermanos, es una ridiculez. Ayer precisamente me encontré a mi señora sapa brincando de piedra en piedra, dizque para practicar un despegue. ¡Imagínense mi disgusto! La situación no puede seguir así, caballeros. Recuerden que nuestro deber es mantener el orden en esta laguna.

—Tiene usted toda la razón —opinó un sapo—. Mi señora también quiere imitar a esas perversas y ahora ahí anda, revoloteándome las ancas. El espectáculo es un tormento. Como saben, mi adorada sapita ya no está en edad para esas exhibiciones. No hay paz en mi lirio, señores. ¡No has paz!

—¿Pero entonces qué debemos hacer con ellas? —preguntó un sapo joven.

—Propongo que las atrapemos y las encarcelemos en la Isla de Pájaros —dijo el sapo mayor—. ¡A la Isla con ellas!

—¡A la Isla con ellas! —acordaron todos, aplaudiendo.

Los sapos corrieron, unos brincando muy alto, y otros de dos en dos, a atrapar a las mariposas. Cuando por fin las capturaron, el sapo mayor les dictó su sentencia.

–A fin de mantener el orden en nuestra laguna, de aquí en adelante tienen prohibido salir de esta Isla. Aquellas mariposas que desobedezcan y traten de escaparse, serán devoradas por nuestra honorable ciudadana, la Culebra.

La Culebra, que ya de por sí gozaba hacer sufrir a sus semejantes, aceptó gustosa su nuevo puesto como carcelera de las mariposas. No las soportaba.  Le parecían una bola de presumidas —una plaga de bichos pretenciosos que no servían para nada. Feliz, desde ese momento, la Culebra se abocó a vigilarlas día y noche, noche y día, enrollada en su árbol, pendiente de que ninguna se escapara de la Isla de Pájaros.

La vida en el manglar cambió. Las ardillas ya no tenían a quién corretear de rama en rama; ya nadie bebía del néctar de las flores. Los arbustos, extrañando el elegante parpadeo de sus coloridas visitantes, se secaron. En un abrir y cerrar de alitas, el manglar se convirtió en un lienzo pálido y desagradable.

Los sapos comenzaron a sentir la ausencia de las coloridas bailarinas. Ya nada los inspiraba y no podían cantarle a la Luna como antes lo hacían; sus voces les salían desentonadas. Y la Luna, al no escuchar su amorosa serenata, se enojó y suspendió sus paseos por el manglar.

La Laguna quedó sumida en las tinieblas.

El Lagarto, que por naturaleza es de riendas tomar, decidió intervenir en el asunto. Nadó, coleando, por toda la laguna hasta la Isla de Pájaros para ir a hablar con la Culebra.

— Estimada señora —le dijo, sonriendo, pelándole sus ochenta y dos colmillos—. Cada día le brillan a usted más sus hermosas escamas.

–Muchas gracias —zigzagueó ella, coqueta—. Usted tampoco pinta mal las rancheras, mi estimado Lagarto. ¡Mire nada más esas vértices de dinosaurio!

El Lagarto flexionó sus músculos con orgullo.

— Dígame, señor Lagarto, ¿a qué debo el honor de su visita?

— Vengo a hacerle una propuesta que requiere de toda su discreción.

— Faltaba más. Lo que se habla en la Isla de Pájaros, en la Isla de Pájaros se queda, caballero. No se preocupe.

— Pues verá. Se trata de sus rehenes, las bellas mariposas.

— ¡Ay! Me tienen harta ¿sabe usted?. Si me tengo que comer a una mariposa más, me vomito.

—¿No cree que sería mejor que las pusiéramos a trabajar?

— Por supuesto, pero ¿qué quiere usted que yo haga? Están aquí de ociosas por orden de los sapos.

— Los sapos no saben lo que hacen, señora mía. Por eso vengo a verla a usted directamente. Le vengo a proponer un negocio que le prometo será de beneficio para todos.

—Cuénteme, señor Lagarto.

—La idea es que abra usted la Isla de Pájaros para que los sapos que así lo deseen, vengan a visitar a las mariposas. Se les cobraría algo modesto por cada visita, por supuesto, quizás tres moscos por cada revoloteo de alitas. Yo me encargaría de la logística, y usted solo se encargaría de que las mariposas trabajen como es debido. Y de que no se escapen.

— Me parece una magnifica idea, señor Lagarto. Usted dice cuándo comenzamos.

— Esta misma noche sería ideal. No hay que dejar para mañana lo que se puede hacer hoy, mi estimada.

— Pues así será.

La Culebra y el Lagarto estrecharon colas y sellaron el trato.

La vida nocturna del manglar cambió. Los sapos, urgidos de revoloteos de alitas, comenzaron a trasladarse a la Isla de Pájaros en cuanto pudieron. Para ello contrataron a las tortugas que los llevaban en sus caparazones sin mayor dificultad. Las luciérnagas trabajaron doble turno alumbrando el camino de las tortugas para evitar accidentes y embotellamientos. Los peces, sobornados por el Lagarto, hacían guardia; se escondían entre las raíces de la Col de Agua y vigilaban que las autoridades no llegaran a fastidiar la fiesta. La demanda de mosquitos se subió hasta el cielo. Los sapos estaban contentos. Acudían en creciente número, a escondidas, a solicitar los apreciados revoloteos de las mariposas. Y ellas, temerosas a ser devoradas por la Culebra, revoloteaban sus alitas a cuanto sapo se los pidiera, por feos que estuvieran sus lunares, o por grotescas que fueran sus verrugas. El negocio era todo un éxito. La Culebra y el Lagarto se enriquecieron.

Las garzas, fastidiadas con ese cambio repentino que agitaba las aguas opalinas y serenas de su laguna, recogieron sus nidos y tomaron vuelo. No querían exponer a sus polluelos a tanto desorden. Tras ellas volaron los patos, los tucanes, los colibríes, y los carpinteros. No quedó una sola ave en la Isla de Pájaros, excepto los buitres, los fieles amigos de la Culebra.

El resto de los animales siguieron el ejemplo de sus primas, las aves, y también se fueron. Partieron los mapaches, los monos maulladores, las ardillas y los conejos. Huyeron los rabo pelados, los zorros, las comadrejas y los ratones.

El manglar se convirtió en un lugar tétrico y desolado.

Un día las mariposas se cansaron de tanto revolotear. Habían perdido sus polvos y sus alitas se opacaron —ya no brillaban como antes. Su elegante parpadeo también cesó.  Su libertad ya no les interesaba. No querían pasearse en aquella laguna inmunda. Se pusieron feas y tristes.

Los sapos poco a poco dejaron de ir a la Isla de Pájaros. Esas polillas horrorosas ya no valían ni un solo mosco. De repente les era más grato el revoloteo de ancas de sus sapitas que una visita a esos espectros que ya ni lástima daban.

El Lagarto y la Culebra tenían un grave problema: no sabían qué hacer con las mariposas.

— Hagamos una sopa con ellas —sugirió la Culebra.

— ¿No está usted viendo lo espantosas que están? ¡Dan asco! —zanjó el Lagarto—. La sopa sabría a vomitada.

La Culebra no quiso discutir. El Lagarto estaba furioso.

— ¡Estamos acabados, señora Culebra! —gritó él, más enojado—. Y la culpa la tienen los sapos. ¡Nunca están contentos! Pero ahora verán esos desgraciados. ¡Ahorita mismo me los como!

El Lagarto nadó iracundo, coleando, hasta el jardín de lirios. Ahí, abrió sus enormes mandíbulas y arrasó con todos los sapos de la laguna: sapos, sapas, sapitos y sapitas crujieron dentro de sus poderosas quijadas. Ni un sapo quedó para contar la masacre. No contento, el Lagarto nadó de regreso a la Isla de Pájaros, y de un coletazo mató a la Culebra. Pero no tuvo tiempo de disfrutar su venganza. Empachado por la tragazón, se hundió como piedra hasta el fondo de la laguna y se ahogó.

Las mariposas, viéndose libres, agitaron sus alitas con emoción. Tanto las agitaron que de pronto se volvieron a cubrir con polvos brillantes y coloridos. Felices, se echaron a volar, salpicando la laguna con su alegría. Los arbustos, contagiados de su dicha, se enderezaron y reverdecieron. Las flores se abrieron en todo su esplendor. Las garzas y los patos regresaron con su escolta de aves y detrás de ellas llegaron el resto de los animales.

El manglar volvió a ser un lienzo de muchos colores.

…………

 

Los grillos del manglar, habiendo asumido la faena de los sapos de mantener el orden en la laguna, no sabían qué hacer con las mariposas.

— Dejémoslas en paz que a nadie molestan —sugirió el grillo mayor.

—¡Sí! Dejémoslas en paz —acordaron todos.

Los grillos regresaron saltando al campo a jugar con las mariposas.

Esa noche le cantaron a la Luna y ella, al escuchar su amorosa serenata, salió garbosa a pasearse por el manglar. Su luz iluminó la laguna y todos pudieron dormir en paz.

 

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