Los colores y sabores de Tibasosa, Boyacá
Por Susana Illera Martínez
Hace muchos años que no visitaba los pueblitos típicos de mi Colombia querida. Claro, habiendo vivido siempre en ciudades grandes, es fácil olvidarse de las cosas pequeñas que hacen grande la vida de otras personas. La visita me hizo recordar de aquella fábula de Esopo que cuenta la visita de un ratoncito del campo a su primo en la ciudad, y de cómo éste se sorprende de lo diferentes que son las cosas comparadas con su hogar… los paisajes naturales se reemplazan por cemento, los saludos cotidianos son más bien murmullos apurados y las ruidosas sirenas son el equivalente al canto de los pájaros. Si no conoces la historia, te invito a que la leas aquí.
El disfrute comienza tan pronto como el automóvil sale de los límites del orbe, y se abre camino entre montañas con pastos de diferentes tonos de verde; parcelas y cultivos que imitan los retazos de una colcha tejida por abuelitas en una tarde de invierno. Vacas, caballos, burros, carreteras desiguales y veredas remendadas; y uno que otro restaurante con pocos lujos, pero mucha concurrencia. Paraísos anti-dieta ofreciendo manjares que te hacen desear tener, al igual que las vacas, cuatro estómagos para poder probarlos y saborearlos ¡todos!
Al llegar, la curiosidad y las piernas entumidas te invitan a recorrer el pueblo y comenzar tu aventura sin perder más tiempo. Lo que no sospechas, es que tardas más en ponerte tu bufanda, sombrero, abrigo y amarrarte los cordones de los tenis, que en recorrer el pueblo en su totalidad.
Tibasosa se resume en una plaza principal con jardines de eterna primavera y adoquines añejos que dirigen a la población directamente a su colonial iglesia. En las cinco o seis cuadras al rededor de dicha plaza, todos los vecinos se conocen por nombre, ocupación y número de generaciones que han residido en el lugar.
Las banderas de Colombia bailan al compás del viento entre las flores que adornan los balcones. Casas de colores, tejados terracota y caminos de polvo y maleza.
En este escondite de los Andes, hay tiempo para todo: para caminar cuesta arriba y maravillarte con la vista del pueblo desde la montaña, y para sentarte a meditar acompañado de un refrescante batido o unos dulces de feijoa. Y hasta sobra tiempo para ir a la tienda a buscar verduras frescas y regresar a la casa a preparar una deliciosa comida en el horno de leña y luego sentarte en el portón de la casa antes de que llegue el frio fuerte de las seis de la tarde; muy buena hora para calentar el alma con un café recién colado o un vino hervido con naranja, clavos y canela.
Tibasosa, como muchos otros pueblitos de Colombia y de América Latina, es un buen lugar para desintoxicarse de la prisa, la estimulación constante y las malas vibras del ambiente citadino. No lo niego, en ocasiones se me cruza por la mente que mi hogar sea en un lugar así, un refugio escondido como aquellas casitas con chimenea, patio con hamaca y jardín con hortalizas.
Pero ¿cuánto tiempo dura ese pensamiento? mmm, tal vez unos minutos, hasta que me acuerdo de que yo también me alimento de adrenalina y un poco de estrés, que los correcorres mañaneros son parte de mi vida, que disfruto teniendo todo y a todos tan lejos y a la vez tan cerca… y admito que sonrío cuando sé que no tengo que esperar más de 30 segundos para estar conectada al mundo cibernético.
Reconozco que yo soy un ratón de ciudad, y lo seré por mucho tiempo.
© Fotografías: Susana Illera Martínez
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