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Morir de amor


Eran las 3:00 de la mañana en la casa vieja del barrio Loynaz. Mateo escribía todas las noches desde hace años, por lo general acompañaba la tarea escuchando música barroca. El bajo continuo de esa música le ayudaba a concentrarse, mantener la cadencia de su poesía y a combatir el sueño. Aunque su pasión y el ruido de las teclas de la computadora eran parte de la danza poética de cada noche.

En la mañana, Mateo imprimía 60 copias de la mejor cosecha de la noche, el verso del día, el cual vendía por algunos pesos. Esto con su trabajo como redactor creativo, ayudaba a cubrir los gastos mensuales.

Para su sorpresa, estos versos se habían hecho populares entre las comunidades cercanas. Los intelectuales los admiraban o criticaban, los amigos los usaban como carnada para sus próximas conquistas amorosas, y algunas mujeres añoraban una noche con él.

Con el pasar de los días, comenzaron a publicarlos en revistas de cultura, diarios y hasta en emisoras locales a donde llamaban sus seguidores a pedir que los leyeran al aire. La rutina de Mateo era rígida; por las mañanas se levantaba a ver el amanecer y respirar el olor de la mañana cuando la ciudad aún no estaba muy polucionada por el smog de los autos y las malas palabras. Un café y pan tostado; algo de meditación, ejercicio y hacer la cama para que el día comenzara con la oportunidad de ser destendida por alguna musa que por casualidad llegara.

A eso de las 8:30 salía en su bicicleta al trabajo al cual llegaba media hora después. La oficina era como si los días se clonaran; reuniones en la mañana, almuerzo con los compañeros del trabajo en donde algunos le pedían con avidez que leyera el poema de la noche anterior. Entonces él aprovechaba para leerlo y vender la mayor cantidad de copias, y ellos por solidaridad en sus redes sociales lo publicaban.

Ya en la tarde alguna reunión esperando a que el día laboral terminara. De vez en cuando seguían la noche con la guitarra y acaso una aparición femeninamente hermosa se presentaba, retándolo a cantar sus canciones, a jugar el juego seductor de los intelectuales que, aunque no lo era, jugaba. Y si la suerte le sonreía, terminarían la jornada en seducción mutua y vuelos magistrales entre las sábanas. Luego de los encuentros amorosos y sin excusas, volvía a la máquina de rimas a juntarse con los silencios y palabras.

Con los años Mateo se hizo famoso en su pequeño reino. Sus palabras se hacían cada vez más populares. Sus amigos músicos escribían tonadas con sus poemas, los medios comenzaron a difundirlas en los horarios con mayor audiencia, y cada vez más personas repetían sus rimas a sus amores y amantes en voz alta. Y bueno, con esa fama sus ingresos crecían y también las promociones laborales. Pero a veces el éxito despierta la envidia y para la muestra un botón. Joaquín, uno de sus compañeros de oficina y de farra, se llenó de resentimiento al ver el éxito que tenía Mateo con los poemas y las mujeres más guapas, al parecer sin ningún esfuerzo.

Esa misma tarde Joaquín llegó a casa y llamó a dos de sus amigos que tenían la fama de malandros bien ganada dentro de todos los jóvenes del barrio. Y así, conversando con ellos, les contó de la rutina predecible de Mateo. Entonces llegaron al plan perfecto de asaltarlo y quitarle el dinero que Joaquín sabía que guardaba en su casa, porque Mateo en su embriaguez de la semana anterior, le había contado que no creía en los bancos.

Todo estaba listo para el viernes; irían a un bar y lo drogarían poniéndole a su bebida una dosis de escopolamina. Como era usual, el viernes después del trabajo salieron al bar con todos los compañeros de la oficina. Todo estuvo a pedir de boca para los inquilinos del odio. Cuando Mateo por el efecto del alucinógeno salió a casa porque se sentía mal, los compañeros de la oficina imaginaron que era resultado del cansancio y no le pusieron mucha atención. Salvo Joaquín quien al poco tiempo se disculparía usando como excusa la larga semana. Siguió a Mateo a quien ya habían interceptado sus amigos malandros, y quien estaba casi inconsciente. Entraron a su casa, lo despojaron del dinero, reloj y todo lo de valor; incluyendo todos sus escritos. Tomaron el botín y para evitar problemas le dieron un poco más de la droga a Mateo, dejándolo casi muerto en el suelo.

Joaquín limpió las huellas y evidencias; sin embargo, la culpa al ver a Mateo tan mal lo llevó a llamar anónimamente a una ambulancia desde una tienda cercana.

Llegaron a repartir el botín en tres partes iguales y al final Joaquín, como una revancha ideológica, tomó todos los cuadernos y se los entregó a los vendedores de la plaza de abastos cercana para que tuvieran papel en qué envolver las carnes, las frutas, los vegetales y el pescado.

Horas después la policía y la ambulancia llegaron a casa de Mateo en donde lo encontraron maltrecho. Una vez en la clínica, estaría fuera de si por varias semanas. En el mercado los cuadernos de poemas resultaron ser el envoltorio perfecto para los alimentos que salían hacia los restaurantes, las casas, los cuarteles militares, los hospitales y los colegios; impregnándolos del amor de las palabras de Mateo. Así los estofados, las ensaladas, los almuerzos y bocadillos entraban al organismo de quienes los consumían intoxicándolos de poesía. A los pocos días de una manera curiosa e inexplicable los comerciantes, los abogados, las profesores en universidades y colegios, los vendedores de la calle, los boxeadores, los  policías, las prostitutas y hasta los reporteros hablaban en un lenguaje florido, elocuente y en versos rimados perfectos.

La suspicacia de Gabriel, un periodista amarillista que reconocía por algunas publicaciones el lenguaje de Mateo, comenzó a notar las similitudes del lenguaje poético que hablaban cada vez más habitantes de su pueblo. Entonces le siguió la pista a Mateo, y por medio de los reportes de policía, logró encontrarlo en un hospital público del centro. Mateo, un poco aturdido, acababa de recobrar el conocimiento. Allí entró Gabriel a la habitación y le habló de lo que estaba ocurriendo. Después de horas y días de conversación, concluyeron que la epidemia poética era debida a los poemas que había y seguían envolviendo los alimentos. Y así también se dieron cuenta que se podría crear un antídoto con un giro en la sintaxis que podría ejecutar el mismo Mateo, para acabar con la epidemia poética amorosa de todo el pueblo. Dos semanas después, Mateo le dio a Gabriel la llave de su casa y le contó que había un computador oculto bajo el diván de la sala, y en éste, todas las copias de sus versos que al modificarlos y difundirlos podrían terminar de una vez por todas, y en palabras de Gabriel: Con la calamidad del poético tormento.

El lunes a primera hora de la mañana Gabriel logró su cometido y después de entrar y encontrar el portátil de Mateo, volvió al hospital y se dirigió a la habitación en donde ya plenamente consciente pero aún en tratamiento, lo esperaba Mateo que ya estaba dispuesto a incluir en sus versos la fórmula sintáctica, fonética y mágica para acabar con el encantamiento. Gabriel le entregó el portátil al Mateo ávido de resolver el problema. Mateo ubicó en el disco duro el folder de sus poemas y cuando Gabriel se acercaba para verlo ejecutar el toque maestro, Mateo lo miró con una sonrisa socarrona y arrastró el folder al basurero borrando para siempre todos los versos por completo, mientras decía: ¡Que se jodan! ¡Que se mueran de amor y de versos!

 


Por Carlos Alberto Montaño Mejía (puro cuento)

Fotografía: Alin Andersen | Unsplash.com